06 | Falible

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❝Para encontrarte, piensa por ti mismo.

Fueron los quince días más largos que Mikhael había vivido hasta ese momento. Ni el entrenamiento ni los años que pasó en la academia se comparaban a la presión emocional que allí sentía. Cuando, de madrugada, notó a Zecharias levantarse y supo que se iría desde las cinco, le preguntó si podía ir con él.

—¿Es que te da miedo estar solo? —le preguntó este, que lo observaba casi con ternura en los ojos.

Mikhael frunció los labios.

—Claro que no. No es como si todos aquí me prefiriesen muerto.

Zecharias dejó escapar una risa irónica mientras se ponía el anorak.

—Te irá bien, campeón —le dijo, palmeándole el brazo como si fuera un niño, y Mikhael se apartó para que no lo tocase.

Ya se imaginaba que pasaría la inmensa parte del tiempo en el dormitorio de Zecharias, en el que tampoco había tantas cosas que pudieran distraerlo. El armario estaba prácticamente vacío y en los cajones solo había papel y lápices de carboncillo, el material más barato.

Registró el pobre escritorio de madera, intentó dormir y, cansado de no hacer nada, salió al pasillo para comprobar si Zecharias ya había regresado.

A quien se encontró en la cocina fue a Elisabet, que removía garbanzos en una sartén. El olor lo había alcanzado, pero no se le antojaba. Junto a los fogones desgastados de la cocina, había una hogaza de pan recién hecha.

Él apenas reparó en la mujer, pero Elisabet lo miró de reojo. Estaba tan delgada que los huesos de su clavícula sobresalían a través del vestido marrón; alrededor de la cintura, se había envuelto un delantal raído que abultaba aún más su vientre.

—¿Quieres comer?

De inmediato, Mikhael fijó en ella sus pupilas.

—No.

Prefería oír los comentarios sarcásticos y pasivo-agresivos de Zecharias mientras comía que el crudo odio y silencio de los chicos que había conocido la noche anterior.

Elisabet regresó a mover los garbanzos con tomate. Mikhael dedujo que los machacaría para untarlos en el pan.

—¿Entonces qué quieres?

Mikhael inspiró lenta y profundamente antes de abrir la boca. No era lo que esperaba que le preguntase, pero no sabía si la situación se repetiría, así que no le quedó otro remedio que asumirla:

—Instrucciones, supongo.

Elisabet casi se rio; sin embargo, la amargura se le adelantó.

—No hay mucho que hacer, si es a lo que te refieres.

—Darzi me dijo que me explicaría cómo podía ayudarle.

—Zecharias nunca debió haberte traído. Me parece que no entiendes lo que le has hecho.

—Le debo mi vida.

—Le debes la vida a muchas personas —replicó Elisabet, que por fin se apartó un mechón de cabello de la frente—. ¿Mark Ludka te suena familiar? Norteamericano, enfermo. Está en la cárcel hace cinco años. Levi Barsilai, mi esposo, está preso desde hace ocho meses porque cometió el terrible crimen de leer algo que el gobierno no imprimió.

Mikhael le sostuvo la mirada. Escupía las palabras porque estaba enojada, y lo entendía; era su culpa que su esposo no hubiese vivido con ella su embarazo. Lo peor era que no se acordaba. No recordaba caras ni nombres, porque los psarias nunca habían significado nada para él.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora