12 | Inamovible

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❝Creen que son dioses. Sangran como mortales.❞

Oscuridad. Luego un resplandeciente hilo blanco. Hierro. A hierro sabía la brillante sangre en el labio de Taylor. Había conseguido despegar los párpados de las mejillas después de pasar lo que pareció una eternidad sumido en la oscuridad.

Para cuando el delgado rayo de luz se filtró entre las rejas de la minúscula ventana en el altísimo techo, los ojos del muchacho pudieron pestañear, tratando de acostumbrarse a los nuevos colores de la estancia. Lo primero que notó era que estaba solo.

Después, que sus extremidades no respondían. Intentó moverse y no sintió más que una intensa punzada en la coronilla. Su cuerpo yacía en el duro y frío suelo de una celda de prisión en la que no recordaba haber entrado.

Poco a poco, la capa azulada que su visión había creado se desvaneció y los ojos de Taylor ardieron, obligándolo a cerrarlos. Una lágrima resbaló de la esquina del derecho sin querer y, al deslizarse hasta su oído, el ardor empezó a espabilar sus sentidos. Sus entrañas se revolvieron al mismo tiempo que los recuerdos en su cabeza. Si permanecía un segundo más bocarriba, acabaría atragantándose con la sangre que brotaba de sus encías.

No sabía qué día ni hora era, ni cómo había llegado allí. Se habría creído sordo si no hubiese oído los chirridos de rejas de hierro, a tanta distancia que temió estarlo imaginando, hasta que los pasos arrastrándose pasillo arriba se volvieron más nítidos.

No estaba tan solo.

Lentamente, Taylor presionó las palmas en el sucio suelo y un fuerte hormigueo recorrió sus músculos hasta el hombro, que fue apuñalado por un agudo pinchazo que le hizo arrepentirse del intento.

Entonces escuchó la puerta rechinar y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Esperaba que se asomara un soldado, como los que hasta entonces había visto, pero vio una sonrisa.

Una sonrisa genuina.

Era una mujer, la más bonita que Taylor hubiese visto en su vida. Sus ojos verdes resplandecían, brillantes, salpicados por manchas avellanas; con agilidad, se recogió los mechones de cabello rubio en la coronilla, despejando su rostro, aunque a duras penas le rozaba los hombros.

—Hola —lo saludó, tan cálida que Taylor recuperó el aliento—, soy Chade. ¿Y tú?

—Taylor.

Llevaba puesta una bata blanca que el chico notó cuando abrió aún más la puerta. Por fin entró y, agachándose frente a él, le avisó de que tomaría sus signos vitales.

Era doctora, o eso dedujo él al ver la placa en su bata que leía Chade Briggs. A diferencia de los soldados, olía bien, a un dulce perfume de arándanos y flor de café que calmó la ansiedad de Taylor.

Dejó que envolviera su brazo mientras le explicaba en voz baja lo que buscaba.

—Es rutina —comentó, clavados los ojos en los números del aparato que sostenía—. No se sabe cuándo será la siguiente vez que nos veamos, pero así nos aseguramos de que no tengas problemas graves.

No le darían medicamentos ni lo cuidarían: Taylor lo sabía. Pero atención médica era un requisito que el Sadarael había garantizado a todos los habitantes sin estipular sus condiciones. Por Mikhael sabía que, al igual que en la comandancia, no tenían al personal más experto: solían ser aprendices que realizaban las revisiones más básicas con tal de que la Vigilancia pudiera tachar la casilla de "asistencia médica" en sus escrituras para que el regente legalizase la apertura.

La doctora Briggs examinó su capacidad pulmonar, su abdomen y sus heridas, y concluyó que los hematomas desaparecían en cuestión de días si no recibía más.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora