05 | Rechazado

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❝ Una persona que no es peligrosa para la autoridad es a menudo indiferente ante la injusticia.

Apostar por la lealtad de un Vigilante no entraba en los planes de Zecharias, pero había visto un brillo diferente en los ojos azules de Mikhael. No era el destello de superioridad y desprecio que lanzó durante el interrogatorio, sino un brote de esperanza, un atisbo de fe. Durante el trayecto en tren, no se sentó cerca de él, sino que lo obligó a poner la caja entre ellos para que nadie, ni siquiera alguien que mirase por las ventanillas, pensara que eran amigos.

Un Vigilante nunca sería amigo de un psarias. Un psarias jamás confiaría en un Vigilante. No solo pertenecían a sectores sociales opuestos, sino que el color de sus pieles era el recordatorio constante de que nunca serían iguales.

Mikhael era tan pálido como la cal; él parecía una armadura de bronce.

—No aguantarás —le soltó Zecharias en los últimos siete minutos antes de llegar a su parada, y Mikhael se encogió de hombros—. Crees que sí, pero no vas a soportar ni tres días.

—No puedo volver o me matarán de verdad, así que tatúame si quieres —sugirió, aunque no tenía ni idea de cómo se identificaban los psarias entre ellos.

Pero Zecharias arrugó la frente.

—No nos tatuamos, estúpido. No te voy a decir cómo nos identificamos hasta que me demuestres que hablas en serio.

—Es que hablo en serio. Te pagaré con mi vida la que te quité. Es lo único que puedo ofrecerte.

Y Zecharias, aunque no estaba totalmente convencido, masculló que tal vez a él sí lo obligaría a tatuarse con su apellido.

Lo que Mikhael no sabía era que Zecharias no buscaba un siervo. Más bien, necesitaba saberlo todo sobre los soldados, los camiones y la prisión de alta seguridad en la isla de Damos. Pero primero debía de encontrar la manera de garantizar que cada respuesta de Mikhael era correcta y precisa.

Así que, como ninguno de los dos estaba cómodo, no dijeron mucho más el resto del viaje. Mikhael odiaba estar casi rogando para que el otro lo acogiera como si fuera un perro callejero, y de haber sido al revés, él nunca lo habría recibido. Dos cosas había aprendido en el ejército: a no deberle nada a nadie y a ser leal al que lo alimentara. Si ahora el ejército lo había abandonado y, en consecuencia, quedaba fuera de la protección del Roi y del Sadarael, se refugiaría en el enemigo. Al menos allí nadie lo encontraría.

Percibía los nervios de Zecharias aunque este se esforzara en ocultarlos. Cualquiera estaría nervioso en su lugar. Tal vez se preguntaba si era buena idea guiarlo hasta su casa, o si primero debía ponerlo a prueba para ganarse su confianza. Al final, seguía estando en la sangre de Mikhael esa fe ciega en el regente. Si un día llamaba a algún compañero y los delataba a cambio de recuperar su trabajo, no debería sorprenderle.

Pero su mayor defecto era que, más allá del espeso odio en sus iris oscuros, la compasión lo movía.

Se bajaron del tranvía y cambiaron de línea; había un cuerpo tirado en medio de las vías, decapitado y encadenado, y la sangre había salpicado las paredes que protegían al tren de volcarse. Zecharias miró a Mikhael, pero no se le había compungido el rostro, así que le preguntó:

—¿Y este qué hizo?

Mikhael, girándose a él, se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo?

—¿No depende el castigo del crimen?

El ex comandante tensó la mandíbula.

—Sí, pero... cada uno seguimos órdenes de nuestro teniente. No hay una ley escrita para cómo debemos actuar.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora