14 | Impotente

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❝La primera víctima de la guerra es la verdad.

A medianoche, los ojos de Taylor Olson permanecían abiertos. Había pasado horas sentado contra la húmeda pared de piedra, bajo la diminuta ventana de aquella estrecha celda, viendo sucederse ante su cerebro cada imagen del día vivido. Llevaba mucho tiempo sin ver ni oír a ningún otro ser humano, porque el oficial solo lo visitaba una vez al día para entregarle una torta de pan.

Le daban agua, pero no lo hidrataba; le parecía masticar goma cuando comía el pan, que tampoco lo saciaba.

Las pesadillas se habían tornado más escalofriantes. Al segundo día de despertar de su desmayo, tres oficiales lo metieron a una habitación con veinte presos más, les arrancaron la ropa y les dieron un mono gris para vestir todo el tiempo. Taylor había esperado que los condujesen a bañarse tarde o temprano, pero no, y dado que la celda era un simple cuarto vacío, de paredes grises y aburridas, que lo mareaban si movía los ojos en busca de una escapatoria, su ropa ya lucía amarillento.

Sudaba de frío y de terror.

Desde que regresó a su celda, se mantuvo quieto, sin hacer ni un sonido, mientras permitía que las lágrimas se deslizaran ardientes por sus mejillas hasta los finos labios, que castañeteaban. Pasó tanto tiempo inmóvil que llegó a creer que estaba muerto.

Pero los soldados amenazaron con azotarlo hasta dejarlo en carne viva si hacía algún ruido, así que se aguantaba los sollozos. Cuando lo empujaron a esa unidad llena de rehenes, se dio cuenta de que estaba preso. No era consciente de que había salido de Ciatira, aunque nunca llegó a Sardes, y que estaba rodeado de otros extranjeros. No les dejaron hablar entre ellos, porque los soldados jamás se alejaron, y él no se atrevió a alzar la cabeza cuando comenzaron a desnudarlos a la fuerza para que se pusieran la ropa que les dieron.

Aquella mañana, un oficial que no reconoció entró con la firme intención de destrozarle el día. Lo arrastró a un diminuto cuarto donde dos soldados más lo interrogaron por los papeles que traía y, cuando Taylor dijo que debían leer para entender, recibió el primer puñetazo, cargado de ira e ímpetu.

Lo tiraron del cabello cuando le preguntaron con quiénes trabajaba. Taylor, aturdido, no abrió los ojos por si volvían a golpearlo. Le juraron que se asegurarían de que su familia recibiera la visita de un camión militar, pero Taylor no se inmutó porque no tenía familia.

El cosquilleo en su mejilla se había intensificado hasta el punto de no sentir más que un ardor que provenía de su nariz.

Le sangraba.

Esa tarde (o noche, ya lo desconocía) se acariciaba los codos raspados. Su mono estaba sucio y la tela picaba sobre su piel. Las marcas de los cables seguían impresas en sus muñecas. Y conforme el helor del suelo se filtraba a través de su delgada ropa, agarraba más consciencia de lo mal que olían la prenda y la sangre seca de su nariz.

Taylor cerró los ojos. No había podido hablar con nadie, no tenía ni idea de dónde estaba o qué ocurría, si lo encerrarían allí un par de noches y luego lo liberarían, o de si estaría preso durante años. Ni siquiera había habido un juicio. ¿Tan fácilmente podían encarcelarlo?

Entonces oyó pasos y su cabeza palpitó.

El hierro resonaba con cada portazo y Taylor se asustó tanto que quiso fundirse con la pared. La incertidumbre le desgastaba, su corazón se aceleraba y no podía calmar su ansiedad; después oyó las voces de los oficiales.

La puerta de la celda de Taylor se abrió de golpe y su corazón chocó contra su caja torácica. Había amanecido antes de que se diera cuenta.

—Tú, de pie.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora