16 | Deportados

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❝Cuando volvamos del cautiverio a casa, seremos como los que sueñan.❞

Un metro. Faltaban otros dos y medio y finalizaría su hoyo.

Taylor Olson hundió la pala en la tierra negra y se limpió el sudor con el dorso de la mano. Su piel hervía a causa de la fiebre tan alta que sufría. Había estado cinco horas bajo el intenso sol y el sofocante calor que le asfixiaba el pecho, y empezaba a ver moscas volantes donde no las había. Apenas podía sostenerse en pie, de modo que se apoyó en la pala con el codo, aunque le lastimara el brazo.

El brusco cambio de la oscura celda al patio interno del centro en Damos había trastornado su concepto del tiempo.

—No puedes parar —interrumpió el soldado que se encargaba de vigilarlo; su voz áspera rasgaba el corazón de Taylor, porque aún no se acostumbraba a sus gritos.

—Pero tampoco puedo más —respondió, como si al otro pudiese importarle.

—Te faltan cuatro horas.

—Tengo sed —masculló, al borde del colapso—. ¿Tú no?

Llevaban la misma cantidad de horas juntos. No supo si fue la pregunta o el hecho de que lo vio cerrar los ojos con fuerza, como si estuviese a punto de desmayarse, pero era parte de la ley de aquel centro que a nadie se le negara agua, especialmente a menores de edad, así que el soldado se vio obligado a bajar la cuesta de tierra y piedras en dirección a Taylor, y arrebatarle la pala de un manotazo.

—Mañana —le dijo—, te grabaré mientras caes muerto.

Taylor no contestó; prefería morir de agotamiento que a tiros. Sabía por qué estaba cavando: cuando llegase a la profundidad y el ancho que le habían ordenado, ese hoyo se convertiría en su tumba. Por eso, estaba retrasándose tanto como se le permitía y, cada vez que el soldado dejaba de mirarlo, vertía la tierra de regreso al agujero.

Tirando de su cabello rubio, lo condujo a la superficie, pero le advirtió entre dientes que él mismo tendría que agacharse a beber agua. El problema era que Taylor lo oía a un kilómetro de distancia.

Aunque pensó que lo golpearía, el soldado pareció cambiar de opinión cuando tomó su brazo. Se había percatado de que la piel de Taylor estaba quemada por el sol y hervía, despellejada, así que decidió empujar su espalda. Luego lo miró de la cabeza a los pies y sus rasgados ojos verdes se clavaron en el camino de pústulas que decoraban el cuello de Taylor.

—Llegaste de papel y ya pareces de cobre —dijo.

La cabeza de Taylor dolía como el infierno. A pesar de los intensos rayos de sol sobre él, se había remangado el mono hasta los hombros para rascarse. Llevaba días sin ducharse, tenía fiebre y el sudor, al enfriarse, había desatado ese agresivo sarpullido que se expandía desde su sucia frente hasta la muñeca derecha y la espalda, infectada por el tatuaje; en la mejilla se le formaron granos de pus que le hacían querer arrancarse el pellejo del insoportable dolor.

Cuando el soldado le indicó que se detuviese, pues habían alcanzado el grifo oxidado al final del patio del que brotaba agua, Taylor intentó arrodillarse. Pero el sol lo azotó con tanta violencia que dejó de distinguir los colores. Cerró los ojos, sus rodillas golpearon el suelo y él se desplomó.




Los traqueteos de la carretera mantenían despiertos a Zecharias y Mikhael. Los habían sentado juntos en la parte de atrás del camión militar, con el mandato de guardar silencio y mantener la cabeza gacha todo el viaje; luego cerraron las puertas y se pusieron en marcha. Mikhael obedeció, tal cual se lo habían enseñado, pero en su cabeza revivía una y otra vez las decisiones que había tomado hasta llegar a ese camión.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora