17 | Alegal

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❝ Y se le permitió hacer guerra contra los santos, y vencerlos.❞

Taylor pensó que despertaría en la celda que compartía con diecisiete hombres más, pero se encontraba a oscuras. El soldado que lo custodiaba se había molestado en vendarle la frente con un mugroso trozo de tela vieja y húmeda. No olía bien, y en cuanto sus ojos desempañaron la capa azulada y enfocaron, el asqueroso pestazo penetró sus fosas nasales. Quiso incorporarse y se mareó.

Se sentía peor que antes de desmayarse. Aunque no pudiese verlo, sentía el ojo derecho hinchado, por lo que estaría amoratado también; las comisuras le dolían, cortadas por la sequedad.

Como era de esperarse, el soldado lo había sentado en una especie de mesa metálica, más baja de lo normal, sin liberar sus manos de los cables. Era el soldado que se encargaba de traerle pan y agua, y de vez en cuando una lata de atún, que lo sacaba al patio y lo regresaba a su celda, y que lo llamaba "el niño de cobre".

Aunque Taylor estaba tan deshidratado que hubiese bebido vinagre de habérselo ofrecido, apartó la cara cuando el soldado le acercó una esponja empapada en vino para aliviarle las heridas de la cara.

Lo vio fruncir el ceño y sus espesas cejas negras se juntaron sobre los ojos, justo bajo la tela del pasamontañas que delimitaba la única zona visible de su cara.

—Tengo hambre —repitió—. Quiero pan.

Pero el soldado, como si no pudiera importarle menos, se encogió de hombros.

—No.

Taylor trató de curvar los dedos hasta tocarse las muñecas, que le dolían por el tenso nudo de las cuerdas, pero no pudo. Las yemas se le estaban insensibilizando a causa de la pobre circulación sanguínea.

—Llevo dos días sin comer —musitó.

Sin mirarle, el soldado volvió a sumergir las vendas en el vino.

—Mañana harán tres.

—El Sadarael ordena que hagas caridad —se atrevió a decir— o él no será generoso contigo. Además, soy una persona en condiciones de miseria.

Hubo unos cuantos segundos de silencio en los que Taylor sintió la tensión en los hombros del soldado. No supo si fue por mencionar al Sadarael o por citar la ley, pero algo lo removió por dentro.

Por desgracia, lo terminó ignorando.

—Eres un condenado a muerte —corrigió—. No estoy obligado a ser generoso contigo.

Pero Taylor se echó hacia delante, decidido.

—Hasta donde sé, no hay artículo que exima a los condenados.

Como si hubiese dicho una estupidez, el soldado se irguió por fin para mirarlo. Si al pesado uniforme, la ancha espalda y la cara tapada le sumaba el cinturón cargado de armas, sin contar el rifle automático que descansaba contra una de las paredes, aquel hombre se volvía tan inmenso y amenazante que le cortaba el aire a Taylor.

Pero lo peor que podía ocurrir era que lo matase.

Sin embargo, aunque bien el soldado podría haberse ofendido, no lo demostró, sino que arrugó otra vez el ceño.

—No deberías citar al supremo —fue lo que preguntó—. Estás aquí por incitar a una guerra civil contra él cuando tu país ni siquiera existe. No crees en su título.

—Porque he leído —sentenció con simpleza.

Era arriesgado, pero no tenía nada que perder.

Desde que lo detuvieron en la frontera de Sardes, se había limitado a hablar tan poco del libro como pudiera. Le quitaron sus copias, lo interrogaron y lo apalearon, pero no consiguieron arrancarle información porque juró y perjuró que no había leído el libro aún.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora