Prólogo

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"Lo que una vez fue no volverá a ser".

Axel

—Terminemos con esto ahora —susurra.

Observando las ojeras que ensombrecen su mirada y el pálido tono de su rostro, percibo el dolor en sus ojos grisáceos, la indecisión y la culpa. Emma siempre mantuvo un muro alto para cualquier persona que se cruzara en su camino, excepto para mí. Desde el primer instante, me abrió su corazón y mente, mostrándome la verdad oculta detrás de su laberinto mental. Conozco sus miedos, inseguridades y entresijos. A pesar de todo, me gusta todo de ella: sus defectos y virtudes.

—Emma... —empiezo a decir, pero me quedo en blanco. Su nombre se pierde en la sequedad de mi garganta. Siento la boca espesa y una angustiante sensación de que dejaré de respirar en cualquier momento.

—Axel, por favor. No me lo hagas más difícil.

Me estremezco ante su fría disposición. Trago saliva e intento contener las lágrimas que surgen ante sus palabras. Nervioso, comienzo a caminar de un lado a otro, con una mano en la nuca y otra en la cintura. Mi mirada se pierde en el suelo hasta que llego al límite de la terraza, donde apoyo ambas manos en la barandilla. Contemplo la altura durante varios minutos en silencio; las luces de la ciudad parpadean como estrellas lejanas, pero ninguna brilla tanto como su mirada solitaria.

Luego levanto la vista hacia ella y nuestras miradas se entrelazan. Ya no llora; su rostro es firme, aunque aún puedo ver las mejillas húmedas por las lágrimas que no pudo contener desde que comenzamos a hablar.

—¿Qué te hice, Emma? —le pregunto con un hilo de voz.

Su rostro se contrae en una mueca de angustia antes de conseguir disimularlo.

—No te hagas esto, Axel —responde—. No busques una culpa que no tienes...

—¡Entonces explícame! —exijo abruptamente, sintiendo cómo se me quiebra la voz al intentar hablar nuevamente—. Porque no estoy entendiendo nada.

Emma guarda silencio. Intento descifrar algo en su mirada, pero ha endurecido su expresión de tal manera que no logro ablandarla. Cierro los ojos, tomo una respiración profunda y lucho con todas mis fuerzas para no llorar.

—¿No vas a decir nada? —pregunto sin obtener respuesta—. Me pides que salgamos a dar una vuelta, me traes a la terraza de un edificio, cortas conmigo sin razones aparentes y no dices nada más —mi desesperación crece—. Ni una explicación. Ni un porqué. ¿Por qué me haces esto, Emma?

Me acerco hasta que nuestros pies se rozan. La veo tensar la mandíbula para contener las lágrimas, pero sus ojos enrojecidos se llenan nuevamente de ellas. Coloca su mano derecha sobre mi pecho para que me aleje; no puedo evitar estremecerme ante el contacto. No es ni mucho menos el primer roce entre nosotros, pero en este momento duele porque podría ser el último.

—No eres t...

—No eres tú; soy yo —la interrumpo con un tono sarcástico—. ¿Es en serio?

Me rindo ante su continuo silencio. Respiro hondo y exhalo con fuerza, tratando de reunir mis pensamientos dispersos como hojas arrastradas por el viento.

Recuerdo la primera vez que nos conocimos: era una tarde de otoño dorada y suave; los árboles bailaban al ritmo del viento mientras las hojas caídas cubrían el suelo como un manto crujiente. Estábamos en la universidad, en un café lleno de estudiantes charlando animadamente o sumidos en sus libros.

Ella entró como un rayo de luz: cabello desordenado, jeans desgastados y esa sonrisa contagiosa que iluminó toda la habitación como si fuera un faro perdido entre sombras. Me atrapó al instante.

Pasamos horas hablando sobre nuestros sueños y compartiendo risas; cada palabra suya era música para mis oídos cansados por las rutinas diarias. Emma tenía una forma especial de hacer que todo pareciera posible; su risa era un hechizo que transformaba lo ordinario en extraordinario.

Recuerdo cómo me miraba con esos ojos grises profundos que parecían entender cada rincón de mi alma atormentada por inseguridades propias. En esos momentos, sentía que habíamos creado nuestro propio universo: dos planetas girando alrededor del mismo sol brillante y cálido.

Una noche mágica bajo un cielo estrellado nos encontramos caminando por un sendero del parque; el aire fresco acariciaba nuestras caras mientras las hojas susurraban secretos olvidados. Nos detuvimos y ella tomó mi mano con suavidad.

—Prometamos siempre ser sinceros el uno con el otro —dijo con voz suave como un susurro nocturno cargado de promesas eternas.

En ese instante crucial supe que estaba construyendo un vínculo único; uno hecho de risas compartidas y secretos murmurados bajo el manto oscuro del cielo estrellado —un vínculo que nunca se rompería... O eso pensé.

Porque ahora, al recordar esas promesas sagradas bajo las estrellas titilantes, siento cómo se desvanecen lentamente en el aire frío e implacable de esta terraza desolada. Cada risa compartida resuena como eco distante; cada secreto susurrado parece perderse entre los ladrillos fríos del edificio donde solíamos soñar juntos. Me aferro a esos recuerdos mientras trato desesperadamente de entender cómo llegamos a este punto...

La conexión que creí inquebrantable se ha visto desgastada por las sombras del miedo y la culpa. A pesar de que siempre llevaré esos momentos en mi corazón, la realidad me golpea con dureza: lo que una vez fue no volverá a ser.

Es un dolor que se siente como un eco en el pecho, resonando con cada latido.

—Como quieras —digo, tratando de mantener la voz firme—. Que nada importe ya...

Recojo la chaqueta que había dejado caer al suelo, su tejido frío parece absorber mi tristeza. Paso junto a ella sin pronunciar una sola palabra más; el silencio se ha convertido en un abismo entre nosotros.

Bajo a trompicones las escaleras de la terraza, cada escalón me aleja de lo que una vez consideré mi hogar. Al llegar al final del pasillo del último piso del edificio, el ascensor me espera como una cápsula de escape.

Al salir a las solitarias calles de Alaska, una fría brisa invernal me golpea el rostro, como si el mundo exterior quisiera recordarme que no hay vuelta atrás. La nieve cruje bajo mis pies, y con cada paso siento que las lágrimas escapan por el frío estrujón que siento en mis mejillas.

Levanto la vista por última vez hacia la azotea y me concentro en la figura de Emma observándome desde lo alto, su silueta recortada contra el cielo gris. En su mirada hay una mezcla de tristeza y resignación, pero no puedo permitirme mirar más tiempo; doy media vuelta, indiferente.

Me cuelo en el taxi que había llamado mientras bajaba por el ascensor. El interior del vehículo es cálido y acogedor, pero eso no hace más que resaltar mi soledad. Mientras el taxi se aleja del lugar donde todo cambió, siento cómo el peso del pasado va aumentando poco a poco. No puedo creer que este sea el final de algo que creí eterno; quizás no haya más esperanza en medio de tanto dolor.

No puedo evitar reflexionar sobre todo lo que estoy dejando atrás: las risas compartidas en esa terraza, los sueños susurrados bajo las estrellas y las promesas de un futuro juntos.

"En esa terraza dejo mi corazón; acabo de enterrar los dos mejores años de mi vida junto con una vida llena de promesas y proyectos futuros. Espero no tener que volver a verte, Emma, porque si eso sucede, no sé si seré capaz de mirarte a los ojos otra vez".

La teoría de las constelaciones ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora