V. El ritual

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El aire del sótano se volvió denso y opresivo, como si las paredes mismas respiraran en la penumbra. La tenue luz de las velas negras parpadeaba, proyectando sombras danzantes en las superficies de piedra, mientras Heeseung disponía con cuidado los objetos del ritual. Había trazado un intrincado círculo de sangre en el suelo, adornado con símbolos antiguos que parecían cobrar vida bajo la luz incierta. En el centro, Sunghoon esperaba, su figura frágil y pálida resaltando en el entorno oscuro.

Heeseung le había ofrecido lo que Sunghoon más deseaba: la oportunidad de recuperar sus alas, su libertad, y con ello, una parte de la identidad que había perdido. Lo había convencido de que este ritual sería su salvación, una forma de redimirse por el amor prohibido que lo había llevado a su caída. Pero Heeseung sabía que este ritual no era una puerta de regreso al cielo, sino una atadura definitiva a la tierra, y a él.

—Esto no tomará mucho tiempo —dijo Heeseung con una voz calmada, una falsa serenidad que escondía la agitación que sentía por dentro. A pesar de todo, había algo en Sunghoon que todavía evocaba su antigua pureza, una inocencia que Heeseung encontraba irresistible y, a la vez, inquietante.

Sunghoon asintió, con los ojos llenos de esperanza y nerviosismo. Su confianza ciega en Heeseung era evidente, y eso hacía que todo fuera más fácil y más difícil a la vez. Heeseung sintió un pequeño retorcimiento de culpa, pero lo reprimió con firmeza. Se había convencido de que lo que hacía era por el bien de ambos. Sunghoon necesitaba protección, y solo él podía dársela.

Heeseung comenzó a recitar las palabras del hechizo en una lengua olvidada, susurrando con voz profunda y resonante. El aire vibró con la energía oscura que fluía del círculo, envolviendo a Sunghoon en una sensación de hormigueo que recorrió su piel y se intensificó en su espalda, justo donde antes se alzaban sus alas. Al principio, el hormigueo era leve, casi reconfortante, pero pronto se transformó en un dolor ardiente que hizo que Sunghoon se arqueara y gritara.

El dolor lo golpeó con una violencia inesperada, como si sus músculos y huesos estuvieran siendo desgarrados desde dentro. Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras su cuerpo luchaba por mantenerse en pie. Heeseung no se detuvo; su voz se volvió más intensa, las palabras del hechizo resonaron con un eco perturbador en las paredes del sótano. Las velas negras ardieron con llamas azules, iluminando las facciones angustiadas de Sunghoon, que temblaba mientras el dolor lo invadía.

Sunghoon cayó de rodillas, jadeando. Su mente se debatía entre la agonía física y la confusión. Pensaba en sus alas, en la promesa de libertad que Heeseung le había hecho, pero cada segundo que pasaba lo sumía más en la desesperación. Este dolor no era lo que había imaginado; esto no se sentía como la redención. Intentó mirar a Heeseung, buscar respuestas en su rostro, pero los ojos de Heeseung brillaban con un rojo intenso, casi demoníaco. Sunghoon sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío del sótano.

—¡Heeseung! —gritó Sunghoon entre jadeos—. ¡Por favor, para!

Pero Heeseung no lo escuchó, o eligió no hacerlo. En ese momento, estaba completamente envuelto en el poder del hechizo, sus palabras fluyendo como un torrente imparable de energía arcana. Heeseung se arrodilló junto a Sunghoon, sus manos rozando las marcas frescas en su espalda, ahora enrojecidas y palpitantes. En esos momentos de intenso dolor, Heeseung no podía apartar la vista de Sunghoon. Lo observó con fascinación y deseo, sus dedos recorriendo las líneas de la piel rota como un escultor admirando su obra maestra. Para Heeseung, Sunghoon no era solo un ángel caído; era una manifestación viva de todo lo que había perdido y deseado durante siglos.

El dolor continuó intensificándose, extendiéndose por todo el cuerpo de Sunghoon. Su piel se sentía como si estuviera ardiendo, y sus huesos crujían con cada palabra que Heeseung pronunciaba. El vínculo estaba formándose, tejiéndose en cada fibra de su ser, entrelazándose con la oscuridad que emanaba de Heeseung. Sunghoon podía sentir cómo algo dentro de él cambiaba, una parte de su esencia siendo arrancada y reemplazada por una conexión fría y parasitaria que se aferraba a su alma con garras invisibles.

—Resiste un poco más, Sunghoon —murmuró Heeseung con una voz que pretendía ser reconfortante, pero que sonaba más como un susurro de advertencia. Su mano se deslizó por la mejilla de Sunghoon, limpiando las lágrimas que corrían libremente por su rostro—. Estás a punto de renacer.

Pero Sunghoon no sentía que estuviera renaciendo. Cada aliento era una lucha, cada segundo era una eternidad de dolor sin fin. Sus gritos resonaron en el sótano, mezclándose con los cánticos de Heeseung, creando una sinfonía de tormento y poder. Quiso detenerlo, alejarse, pero sus fuerzas flaqueaban, y el dolor lo mantenía anclado al suelo. Cada vez que intentaba moverse, una oleada de dolor aún más intensa lo atravesaba, manteniéndolo prisionero en su propio cuerpo.

Heeseung finalmente pronunció las últimas palabras del hechizo, y el círculo de sangre emitió un destello brillante antes de desvanecerse en la oscuridad. Sunghoon cayó al suelo, jadeando, con los ojos vidriosos y perdidos. El dolor disminuyó, pero no desapareció; se convirtió en una punzada constante, un recordatorio de que algo dentro de él había sido cambiado para siempre.

Heeseung se acercó y lo levantó suavemente, su expresión era una mezcla de satisfacción y ternura. Sunghoon estaba débil, incapaz de moverse por sí mismo, y Heeseung lo sostuvo con firmeza. En ese momento, Heeseung sintió una oleada de poder recorrerlo. El vínculo estaba completo, y ahora podía sentir la presencia de Sunghoon como una extensión de sí mismo, un latido constante que resonaba al unísono con el suyo.

—Todo ha terminado, Sunghoon —susurró Heeseung, acariciando suavemente el cabello de Sunghoon mientras lo apoyaba contra su pecho—. Ahora estamos juntos, para siempre.

Sunghoon, aún aturdido y sin entender completamente lo que había ocurrido, se aferró a Heeseung como un niño perdido buscando consuelo. Pero en el fondo de su ser, algo no se sentía bien. El dolor no había desaparecido por completo; ahora era un vacío persistente que lo acompañaba con cada latido de su corazón.

—¿Dónde están mis alas? —preguntó Sunghoon con voz temblorosa, sus ojos buscando desesperadamente algo de la promesa de Heeseung en la oscuridad del sótano.

Heeseung sonrió, una sonrisa que parecía más una mueca de triunfo que un gesto de compasión.

—Tus alas... ahora están conmigo, Sunghoon. Ya no podrás volar solo, pero no importa, porque nunca estarás solo.

La comprensión de esas palabras golpeó a Sunghoon como un mazazo. Miró a Heeseung, esperando encontrar una respuesta en sus ojos, pero todo lo que vio fue el reflejo de su propio miedo y desesperación. Las lágrimas volvieron a caer, pero esta vez no eran por el dolor físico, sino por la realización de que había sido engañado. Había confiado en Heeseung, creyendo que lo ayudaría a recuperar lo que había perdido, pero ahora se daba cuenta de que había caído en una trampa, una red tejida con mentiras y deseos oscuros.

Heeseung lo guió fuera del sótano, sus pasos seguros y su agarre firme. Para Heeseung, esto era lo que siempre había querido: alguien que lo entendiera, que estuviera a su lado incondicionalmente. Había esperado siglos por este momento, y aunque parte de él sabía que lo que había hecho estaba mal, la necesidad de poseer y controlar a Sunghoon era más fuerte que cualquier noción de moralidad que le quedara.

Los días que siguieron fueron una mezcla de confusión y resignación para Sunghoon. Heeseung estaba siempre a su lado, cuidándolo, hablándole suavemente, tratando de convencerlo de que lo que había hecho era lo mejor para ambos. Pero Sunghoon podía sentir las cadenas invisibles que lo ataban a Heeseung, una dependencia que iba más allá de lo físico. Había algo en su pecho, una opresión constante, como si una parte de su alma estuviera encadenada a la voluntad de Heeseung.

Cada intento de Sunghoon por entender o siquiera recordar cómo se sentían sus alas fue en vano. Heeseung le dijo que esos recuerdos eran ahora solo un peso innecesario, que el pasado no importaba. Sunghoon debería concentrarse en lo que estaba por venir, en la vida que compartirían juntos.

—Eres mío ahora, Sunghoon. Y yo soy tuyo —repetía Heeseung constantemente, como si fuera un mantra. Sunghoon asentía, pero en su interior, la chispa de esperanza y la necesidad de libertad ardían silenciosamente. Cada palabra de Heeseung se sentía como un eco lejano, ahogado por la angustia de lo que había perdido. Su mente vagaba constantemente hacia el cielo, hacia las estrellas y la luz que una vez conoció. Se preguntaba si alguna vez podría liberarse de las sombras que lo envolvían ahora.




Black flag? 😰

Ángel caído HeeHoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora