14: El Precio del Dolor

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La ducha me ofrecía un refugio temporal, un lugar donde el agua podía lavar las lágrimas que no me atrevía a dejar caer en público. Cada gota parecía llevarse un fragmento de la suciedad que sentía adherida a mi piel, pero por más que me frotaba, la sensación no desaparecía. Era como si su presencia, su toque, estuviera marcado en mí de una manera que el agua nunca podría borrar.

Me estaba desmoronando, y lo sabía. Había sido fuerte durante tanto tiempo, o al menos había intentado serlo. Pero ahora, todo lo que quería era desaparecer, fundirme con el agua que caía a mi alrededor y simplemente dejar de existir por un momento. Las duchas se habían convertido en mi escape, pero también en mi castigo. Cada vez que cerraba los ojos, las imágenes volvían, las palabras de Bakugou resonaban en mi mente como un eco cruel.

Las lágrimas se mezclaban con el agua, pero ni siquiera podía distinguir una de la otra. Estaba atrapada en un ciclo interminable de dolor y desesperación. Había faltado a la escuela durante dos semanas, y cada día se sentía más vacío que el anterior. Mi madre había empezado a preocuparse desde el primer día. Al principio, lo atribuyó a una gripe o algún otro malestar físico, pero su preocupación creció a medida que pasaban los días y yo no mostraba señales de mejoría.

Mi madre, preocupada, me preguntaba cada día qué me pasaba, pero cada vez que lo hacía, el miedo se apoderaba de mí.

-No pasa nada, mamá. Solo estoy un poco enferma-, mentía con una voz tan débil que me sorprendía que ella no insistiera más.

Ella sabía que no estaba diciendo la verdad, pero parecía que también tenía miedo de lo que pudiera descubrir si seguía presionando. Así que solo asentía, dejando un plato de comida en la puerta de mi habitación antes de alejarse, sus pasos resonando en el pasillo como un eco de mi soledad.

Las noches eran peores. El sueño me eludía, y cuando finalmente lograba dormir, las pesadillas me perseguían con una ferocidad que me hacía despertar gritando. El sonido de mi propia voz rompía el silencio de la noche, y siempre esperaba que mi madre entrara corriendo, preocupada, pero ella nunca lo hacía. Tal vez porque, en el fondo, sabía que no podía ayudarme. Nadie podía.

Un día, mientras me escondía bajo las cobijas, escuché la puerta principal abrirse y cerrarse suavemente. No le di importancia hasta que escuché voces provenientes del vestíbulo. La voz de mi madre era inconfundible, cálida y llena de una amabilidad que ya no podía soportar. La otra voz, sin embargo, me hizo tensar cada músculo de mi cuerpo.

Era Izuku.

-Es bueno verte otra vez, Izuku. Te ves más alto, y más guapo-, dijo mi madre con un tono casi maternal que me hizo querer desaparecer aún más.

Sentí un nudo en la garganta mientras ella hablaba. No podía soportar la idea de que Izuku estuviera aquí, de que viera en lo que me había convertido.

-Gracias, señora Kimura-, respondió Izuku con su habitual amabilidad. Pude imaginar su sonrisa tímida, esa que siempre parecía irradiar una calidez inquebrantable.

Pero esa calidez ahora me resultaba insoportable, como si fuera una burla a mi sufrimiento.

-¿Te gustaría entrar a verla?- preguntó mi madre con esa ternura que me hacía odiarla por un instante.

-Yo... no lo sé. Tal vez ella no quiera verme-, respondió Izuku con vacilación.

Por un momento, pensé que tal vez se marcharía. Deseé con todas mis fuerzas que lo hiciera, que me dejara en paz. Pero mi madre no le dio esa opción.

-Entra, Izuku. Ella te necesita, aunque no lo admita.- Las palabras de mi madre fueron un golpe directo al corazón.

¿Cómo podía decir eso? ¿Cómo podía pensar que necesitaba a alguien, a cualquier persona, cuando todo lo que quería era estar sola?

Los pasos de Izuku se acercaron lentamente por el pasillo, y cerré los ojos con fuerza, deseando que si no lo veía, él tampoco me vería a mí. Escuché el crujido de la puerta al abrirse, y supe que había entrado en mi habitación. El silencio se extendió entre nosotros, pesado y sofocante.

-Kaomi-, susurró Izuku, con una voz cargada de preocupación.

No respondí, me escondí más bajo las cobijas, esperando que se diera cuenta de que no quería verlo.

-Kaomi, por favor, hablemos,- insistió, acercándose más.

Pude sentir su presencia junto a mi cama, y mi corazón latió con fuerza, pero no de la manera en que solía hacerlo cuando él estaba cerca.

-No te necesito, Izuku. Lárgate-,dije en un tono quebrado, sabiendo que cada palabra era una mentira que no podía ocultar.

La verdad era que lo necesitaba más que nunca, pero el miedo y la vergüenza eran demasiado abrumadores.

Izuku no se movió. Sentí el colchón hundirse ligeramente cuando se sentó a mi lado. Su mano temblaba levemente mientras la colocaba suavemente en mi hombro, dando pequeños masajes en un intento de consolarme.

-Kaomi, sé que estás sufriendo, y lo siento tanto. No sé exactamente lo que pasó, pero estoy aquí para ti. Por favor, no te alejes de mí-.

Quería gritarle, quería decirle que no tenía derecho a estar aquí, a pretender que entendía lo que estaba pasando. Pero mis labios estaban sellados por el miedo. Izuku, sin embargo, no se rindió. Con movimientos lentos y llenos de ternura, se acostó a mi lado, deslizando su mano hasta mi cintura con una delicadeza que nunca antes había sentido.

El contacto fue demasiado. Sentí su brazo envolviendo mi cintura, atrayéndome hacia él en un abrazo suave y protector. Quería encontrar consuelo en sus brazos, quería dejarme llevar por la seguridad que solía sentir cuando estaba con él. Pero, en lugar de eso, una oleada de pánico me invadió. Las imágenes de Bakugou, el dolor, el miedo, todo volvió de golpe. Mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesarlo.

-¡No!- grité, empujando a Izuku con toda la fuerza que me quedaba. Mi respiración se volvió errática, y las lágrimas que había estado conteniendo comenzaron a caer sin control. -¡Lárgate, Izuku! ¡No te quiero ver nunca más!- Mi voz se rompió en sollozos, pero no me importaba. Todo lo que quería era que se fuera, que me dejara en paz.

Izuku, con el dolor evidente en su rostro, se resistió a moverse al principio, pero finalmente, se levantó con una tristeza que nunca había visto en él.

-Kaomi,¿Qué sucede, hice algo mal?- pregunto. -lo siento, creo que empeore las cosas... solo quiero que te sientas segura conmigo, lo lamento...-, murmuró antes de dar un paso hacia la puerta.

Lo miré por un momento, deseando poder decirle que no se fuera, que realmente lo necesitaba. Pero las palabras se atoraron en mi garganta, y todo lo que pude hacer fue mirar mientras él salía de mi habitación, cerrando la puerta detrás de él. El sonido del cerrojo resonó en la habitación, y en ese momento, supe que había perdido algo más que un amigo. Había perdido la única chispa de luz que quedaba en mi vida, y todo lo que me quedaba ahora era la oscuridad.

Me acurruqué en la cama, dejando que las lágrimas fluyeran hasta que no quedó nada más que vacío.

El Precio de las cicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora