13 - Un prado de heridas

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MARZO, 2019.

Ruslana se enteró gracias a un noticiero de chismes.

En algún punto de su vida, cuando tenía una carrera en auge y su único propósito era colgar más y más oro inscrito detrás del cristal de su vitrina, solía alardear de lo poco que le importaba la opinión pública. Disfrutaba de la extraña e inesperada paz de no utilizar el móvil por días e ignorar su propio rostro en las portadas mientas andaba por la calle, consciente de que no había otra persona en este mundo que la admirara más, o le exigiera más, de lo que lo hacía ella misma. Ahora, a sus veintidós años, no recordaba la última vez que intentó parar de ocupar la mitad de su día en navegar por sus comentarios compulsivamente.

Aunque, sinceramente, no recordaba la última vez que intentó parar de hacer cualquier cosa.

Solía decir que era hija de inmigrantes a pesar de que ella, en sí, era una inmigrante también. Su familia se mudó de Ucrania a Nueva York cuando tenía solo cinco años, y esa vaga memoria de su país de origen la hacía sentir como una impostora. Su padre, desinteresado y trabajador, se había encargado de protegerla de absolutamente todo y, ¿qué clase de inmigrante no podía nombrar las dificultades a las que había sobrevivido con su propio esfuerzo? Ruslana no creía ser más especial que el resto de los neoyorquinos solo por haber nacido en otro país. En su opinión, ella lo había tenido demasiado fácil para atribuirse ese mérito.

Cuando era niña solía disfrutar de subirse al metro y observar a la gente, siempre perdidos en sus propias historias mientras la gran ciudad giraba a su alrededor. Eran inmigrantes, muchos de ellos: latinos, asiáticos, africanos, europeos. América era como una rueda de hámster incluso para los nativos, pero solo estas personas entendían desesperaciones como las de su padre. Solo estas personas sabían lo que era sentirse pieza de un rompecabezas al que no pertenecían, limando sus bordes para encajar en una imagen que no los identificaba. Era muy fácil no saber cuando parar, solía decir él. El sistema hacía demasiado sencillo ahogarse en horas y horas de trabajo tratando aumentar y aumentar tus ahorros en busca quien sabe qué. Algunos, regresar. Otros, aceptar que nunca lo harían.

El hombre que la crio había tenido que empezar de cero ya pasados los cuarenta, y Ruslana solía pensar que había vivido dos vidas. Pasó de ser un ingeniero brillante a un limpiador de oficinas que se golpeaba la frente una y otra vez cuando creía que nadie estaba mirando, frustrado por no entender todos esos textos en inglés. Pasó de solo conocer la comida de su cultura a abrir cajas de Mac and Cheese y cocinar nuggets de pollo congelados cada noche. De cuidar de su salud a llevar su cuerpo al límite, de arrullar a su hija para dormir a hacer cuentas en la mesa del comedor, y de tener un semblante impenetrable a llorar en silencio, viendo la vida continuar en su país mientras él no estaba.

Sin embargo, Ruslana siempre lo envidió un poco, porque al menos él tenía una identidad formada. Ella existía en este extraño purgatorio entre estadounidense y ucraniana, siendo ambas y ninguna a la vez, y sin saber a qué tenía derecho de llamar suyo. Por eso, naturalmente, el deporte se convirtió en su vida. Era increíble lo lejos que podía llegar una pequeña huérfana emocional cuando estaba ansiosa por pertenecer a algo.

Y era increíble lo fácil que era arruinarlo justo después.

Llevándose un tofu a la boca, subió las piernas al sofá y clavó los ojos en la televisión. Juanjo Bona estaba en Filadelfia, pero eso ella ya lo sabía. Después de su noche en Las Vegas se había asegurado de seguir cada reportaje que tuviese que ver con él o Silver Springs, intrigada por lo que sea que estuviese ocurriendo detrás de la banda. Sus sospechas eran claras: la persona con la que Juanjo se había liado secretamente, y que lo tenía tan angustiado la noche en que se conocieron, era su compañero de banda.

SILVER SPRINGS [M +J]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora