15 - El lago de los desconocidos.

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ENERO, 2025.

En sus veintiséis años de vida Juanjo había escrito muchas canciones, todas con Martin, pero ninguna se había sentido como la quinta de ese álbum.

Y todo empezó con una conversación.

—Juanjo—una mano lo sacudió por el hombro ligeramente, intentando despertarlo. —¿Juanjo? Por favor, no estés muerto.

Había dos enormes ojos avellana a pocos centímetros de su rostro, un olor a escocés y colonia espabilándolo del mareo. El mayor parpadeó un par de veces, reconociendo el techo de la cabaña detrás de la cabeza de Martin, el calor de la chimenea cosquilleándole la piel de los brazos. Tenía una horrible migraña, producto de la concusión. Cuando enderezó el cuello, sus músculos estaban tan tensos que se le escapó una mala palabra a raíz del dolor. Maldijo haberse sentado en ese sofá en lugar de ir directo a la cama en cuanto regresaron del hospital.

—La muerte suena muy atractiva ahora mismo—gruñó, llevándose una mano a la herida vendada encima de la ceja. —¿Guardaste la compra?

—Está todo en la alacena—afirmó Martin, mostrándole dos tarros de pastillas. —¿Ibuprofeno o paracetamol?

Juanjo volvió a dejar caer la cabeza hacia atrás, suspirando con un sonidito que al menor le estrujó el corazón. La fatiga lo estaba debilitando hasta el punto en que incluso respirar lucía como una tarea de esfuerzo.

—Whiskey.

El chico no se movió, intentando descifrar si iba en serio o no. Juanjo solía tomar uno o dos tragos durante algunas tardes de cocina, incluso poner un poco de ron a su café en días especialmente fríos, pero no era como él. No solía beber para calmar las penas o anestesiarse la mente, no solía acudir a ello cuando estaba nervioso o cansado o simplemente quería el efecto placebo de felicidad que causaba una borrachera. Sin embargo, en ese momento, con las mejillas sonrojadas y la piel pálida por las náuseas, poco parecía importarle la buena relación con el alcohol que había forjado los últimos años.

—No—susurró—Esa no era una de las opciones.

—Martin, ya abriste la botella.

—Y soy capaz de vaciarla entera en el fregadero si vuelves a preguntar—murmuró—¿Ibuprofeno o paracetamol?

Con un resoplido, Juanjo cedió.

—Ibuprofeno para la inflamación.

Martin asintió levemente y le entregó dos pastillas con un vaso de agua, sentándose a su lado. No le había quitado la mirada de encima desde que la doctora lo dejó ir, temeroso de que algo estuviera mal después de un golpe tan fuerte en la cabeza. Durante sus años de amistad pasó mucho tiempo investigando cómo ayudarlo en situaciones médicas, aprendiendo a curar las pequeñas heridas y tratar los síntomas fáciles, porque Juanjo siempre se sintió avergonzado de lo mal que lo afrontaba todo. En sus momentos de mayor culpabilidad esto solía consolarlo. A veces pensaba que quizás no era tan malo cuidando de su mejor amigo, sino que no era lo suficientemente observador. Que quizás si hubiese sabido lo que sucedía desde el principio, como siempre había sabido lo del dolor, habría podido protegerlo.

Pero un altruista que necesitaba recibir instrucciones para pensar en algo más que sí mismo no podía ser un verdadero altruista, ¿o sí?

—Deja de mirarme así—susurró Juanjo de pronto, girando la cabeza en su dirección. Tenía los ojos inyectados de sangre por el cansancio, y a Martin, incluso en su vago conocimiento del arte, le recordaron a un cuadro que siempre soñó con ver en persona. "El Último Día de Pompeya" de Karl Briulov. Era Juanjo quien se lo había enseñado en su momento, fascinado con el desastre de la pintura; la manera en que era imposible decidir a dónde mirar porque había tragedia por todas partes. Pero a Martin ya no le impresionaba el desastre, a él le movía la idea de sentir tanta empatía por un ser inanimado incluso cuando le costaba sentirla por sí mismo.

SILVER SPRINGS [M +J]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora