sanemos

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Holaaaaa

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El sol apenas empezaba a despuntar en el horizonte, proyectando un suave resplandor anaranjado sobre el cielo argentino. Me desperté antes que Daniela, como casi siempre, y sin hacer mucho ruido, me levanté de la cama. No quería interrumpir su sueño, sobre todo después de la noche que habíamos tenido. La habitación aún estaba cargada del aroma a sábanas revueltas y de ese calor residual que dejaba el contacto de nuestros cuerpos. Esa clase de intimidad que hacía tiempo no sentía con tanta intensidad.

Me acerqué a la ventana y abrí las cortinas. El paisaje argentino que tanto había añorado durante estos años me recibió como un viejo amigo. Ahí estaba, intacto, tan majestuoso como lo recordaba. Buenos Aires me daba la bienvenida, con su aire otoñal y su cielo despejado, en esa hora en la que la ciudad apenas comenzaba a despertar. Salí al balcón, y el frío matinal me golpeó la cara, pero no me importaba. Cerré los ojos por un momento, disfrutando el aroma familiar de la tierra que había dejado atrás por tanto tiempo.

Es bueno estar de vuelta, pensé, mientras mis manos trabajaban automáticamente para preparar un mate. Llené el termo de agua caliente, y me quedé ahí un rato, mirando cómo las calles comenzaban a llenarse poco a poco. Sentí esa mezcla de nostalgia y alivio, como si regresar aquí pudiera ser la respuesta que tanto buscábamos. Quizá, este era el lugar donde todo podía volver a encajar. El lugar donde Daniela y yo podríamos arreglar lo que estaba roto.

Con el mate listo, volví al interior. Caminé descalzo por el suelo de madera que crujía bajo mis pasos. La habitación aún estaba en penumbra, y ahí, en medio de la cama, bajo esa sábana blanca que apenas cubría su piel bronceada, estaba Dany. Mi esposa. La mujer con la que he compartido más de una década de vida, aunque últimamente, a veces, pareciera que estuviéramos en mundos distintos.

Me acerqué despacio, observando cómo la sábana seguía la curva de su cuerpo, dejándole la espalda desnuda, solo visible en esa luz tenue que se filtraba por las cortinas. Me incliné y dejé el mate en la mesita de noche, mientras mis dedos se deslizaban suavemente por su espalda. Sentí cómo su piel se estremecía bajo mi caricia, y ella emitió un suspiro bajo, uno que me hizo sonreír. Siempre supe cómo despertarla.

—Dany —le susurré, inclinándome para besar su hombro—. Es hora de levantarse.

Ella se removió entre las sábanas, y vi cómo sus párpados se abrían lentamente, adaptándose a la luz. Un leve gruñido de protesta salió de sus labios. Me incliné un poco más, todavía acariciando su espalda, y murmuré:

—Te traje mate.

Daniela, aún medio dormida, soltó una risa baja, esa risa que tanto me gustaba, y me miró con esos ojos entrecerrados, como si no pudiera creer que la estuviera despertando con eso.

—Sabés que no me gusta el mate —dijo en voz ronca.

—Eso es porque no lo tomás como se debe —repliqué con una sonrisa burlona, mientras me sentaba en el borde de la cama. —Llevamos casados casi tres años, Dany. Ya deberías haber aprendido a tomar mate como buena esposa de argentino.

Ella soltó una carcajada más fuerte esta vez, y me lanzó una almohada que apenas esquivé.

—Eso jamás va a pasar, Valentín. Ni aunque me traigas a Argentina mil veces. El mate es amargo y horrible. Prefiero un café.

Me encogí de hombros, fingiendo resignación, y le tendí el mate de todas formas, aunque sabía cuál sería su reacción.

—Lo que pasa es que no sabés apreciarlo. No entendés el arte de un buen mate —insistí con tono teatral, llevándome el mate a los labios para dar un largo sorbo—. Es como el cine, necesita su tiempo, paciencia. Una vez que le encontrás el gusto, no lo podés dejar.

enséñame a ser feliz Donde viven las historias. Descúbrelo ahora