Parte 6. Reciprocidad

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Magda se congeló. Pude ver en sus ojos el estremecimiento de quien ve a una hija dar sus primeros pasos. Dejó pasar unos segundos para asimilarlo y siguió: —¡Muy bien, So, gracias por compartirnos tan bonito recuerdo! —Algunas de mis compañeras aplaudieron para sellar las palabras de Magda. La alegría de saberme capaz de recordar algo tocaba la punta de los dedos de mis pies; el hormigueo me recorría por cada poro de la piel y llenaba mi pecho de aire cálido. En medio de la ovación, una de las chicas del grupo exclamó con voz amenazadora y resentida: —Yo nunca he tenido un recuerdo—. El silencio congeló la atmósfera del lugar, que, aunque era callada, esa vez podía cortarse con tijeras sin filo. O con la dulce voz de Magda, que, con la miel que le caracteriza, se acercó a ella. Yo, en cambio, me quedé congelada, homogénea con el gélido ambiente y cargando una culpa inexplicable por disfrutar de mi momento, pensando que no merecía haber llegado al recuerdo en tan poco tiempo.

No sabía cómo lo logré, pero ahora deseaba no haberlo hecho; temía que mi triunfo hiciera que el grupo se sintiera desplazado. Además, el espectáculo de saltos circulares me parecía, ya para ese entonces, algo ridículo y fuera de lugar. Lo único que tuve para decirles fue algo más o menos así: —No es gran cosa, creo que solo tuve suerte—.

Guiada por un instinto de supervivencia, me acerqué a mi compañera con pasos inseguros, tratando de emular la suavidad de Magda al tocar su hombro para ganarme su confianza. —¿Cuál es tu nombre? —pregunté. —Soy Pam —me dijo con la misma voz de algodón de azúcar con la que irrumpió antes. —Me gustaría, Pam, que lo intentáramos juntas, ¿te gustaría a ti?—

—¡No!—

En un segundo su respuesta me petrificó; en mi mente todo ocurriría de otra forma. Había intuido que se animaría al sentirme, que me vería como su guía hacia el triunfo. Pero no, Pam derribó de un rotundo golpe la gran muralla de ego que llevaban mis intenciones. Se negó con la cabeza, los ojos, la voz, las manos; algunos murmullos se mezclaron en el aire, tal vez por la cara que puse o por la intensidad que imprimió Pam en sus movimientos. —Qué tonta soy —pensé. Esa característica de llamar la atención sin querer me estaba comenzando a hacer sentir insignificante, me dejaba más fuera de lugar de lo que ya me sentía. No quería ser el centro; detestaba ser la persona a la que todas miran cuando hay algo que decir. Por eso, cada uno de mis pasos los realizaba con el perfil más bajo, como espía tratando de desaparecer sus zancadas. Y aun con todo, de alguna forma, no lo estaba logrando. Y no solo eso, sino que el espectáculo me lo estaba llevando de gane, pero no de buena manera. La mínima insinuación de ser la odiosa del grupo me derretía por dentro. Entonces, siguiendo la tercera ley de Newton, la fuerza con la que recibí esa primera respuesta de Pam me empujó fuera de mi cabeza y me arrojó hacia su nuevo argumento:

—No quiero decepcionarme otra vez, ya no quiero más—.

Más clara ni el agua de La Estancia, entendí que no se trataba de mí y recordé ese consejo que escuché de mi padre una noche de domingo antes de presentarme a leer las efemérides. En mi escuela, los días lunes, nos turnábamos cada grupo de cada año para presidir el solemne evento de rendir honores a la bandera de nuestro país, México. Para ello, debíamos preparar un acto especial, seguido del cívico, y cerrar recordando los eventos trascendentales de la semana por vivir. En aquella ocasión fui seleccionada para dar lectura a las fechas memorables. La noche antes del evento, estaba tan abrumada por hacerlo bien que perdía de mente la claridad con la que debía mencionar la historia de mi San Juancho, de mi México; estaba preocupada por verme impecable, por pronunciar correctamente cada sílaba. Papá entró a mi habitación después de haberme escuchado dar vueltas a lo largo y ancho de mi cama, y me regaló las siguientes palabras: —So, la mayoría del mundo está ensimismado en sus propios problemas; los tuyos no les son tan importantes, así que sin miedo del qué dirán, tú avanza, que si se burlan de algo, terminará por pasar. Si te equivocas, si cometes algún error y eres víctima de risas, te prometo, dejarás de ser el centro de ellas más pronto de lo que puedes hoy imaginar—.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora