Parte 2. Punto de partida.

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Tan perfecta como una madre convertida en ángel. De piel apiñonada y porte excepcional, su cabello rizado recogido en una coleta brillaba en un castaño oscuro con destellos cobrizos que reflejaban la luz. Sus ojos marrones envolvían en un reconfortante ambiente hogareño y, sin darte cuenta, te robaban la sonrisa. Su nariz chata parecía afirmar que la perfección existía. Tocando mi hombro con una mano suave y delicada, me ayudó a levantarme y me dijo:

—Tranquila, siempre van de prisa, sobre todo ahora, con las elecciones cerca. Pero, en general, son buena gente —. Yo, incapaz de articular una sola palabra, me limité a mirarla. 

—¿Eres nueva? —. Asentí con un gesto débil de alegría, más por costumbre que por certeza, pues no sabía ni dónde estaban mis pies, mucho menos si pertenecía a ese lugar.

—Cuando llegué, fue confuso, pero poco a poco me fui adaptando. Por ahora, lo mejor es que vayas a tu habitación y descanses. Sobre la mesa frente a la cama encontrarás una tableta con tu itinerario. Revísalo con cuidado para no perderte ninguna actividad. Mírala bien, no te pierdas ninguna actividad. Es muy importante que acudas a todas, si cumples con tu itinerario, en su debido momento, tu visto bueno para el paso estará más cerca de lo que parece. Tu brazalete indica el color del edificio, la letra señala el piso, y el número hace referencia a tu cuarto; no se necesita llave — acariciando con sus dedos la muñeca de mi mano derecha, justo donde el brazalete rodeaba mi piel adolorida, me dedicó una última sonrisa antes de seguir su camino.

Cuando pude reaccionar, Magda se había desvanecido entre la multitud de ropas blancas. Me sentí sola, rodeada de un incendio de ideas y pensamientos sin sentido, mi mente saturada de imágenes nuevas, pero vacía de recuerdos. Escarbaba con esfuerzo pero ninguna pista de lo que estaba pasándome se aparecía para deshacer el nudo de desesperación que obstruía mi garganta. 

—Bueno, Sofía, al menos sabes a dónde dirigirte —me dije para animarme a comenzar el camino. 

Dando media vuelta, comencé a caminar hacia las puertas del cruce, esas mismas que me habían llevado hasta La Estancia. Sin embargo, dos mujeres imponentes, tan altas como robles, me cerraron el paso con movimientos perfectamente sincronizados, como un equipo de nado olímpico. Sin decir una palabra, hicieron un gesto con sus manos extendidas, indicándome que debía detenerme. Luego señalaron, con un leve movimiento de cabeza, lo que parecía ser la salida principal del edificio.

—¡Qué ironía! — Entré por un lugar que no era la entrada, y ahora debo salir por un portal que parece de todo menos una salida.

Hoy sé, y se los comparto, que el cruce solo va en una dirección, vigilado día y noche por un batallón de guardianas imponentes, capaces de reducir tu esencia hasta la mínima partícula.

Con la cabeza baja y el ánimo decaído, invertí mi camino en la dirección correcta. Al salir del edificio, sentí una paz parecida a la de llegar a casa después de un largo viaje. Las calles tenían un aire de gran metrópoli, pero en lugar de vehículos, estaban llenas de paisajes pintorescos y vegetación exuberante.

En La Estancia no hay enormes avenidas saturadas de vehículos, ni pavimento que incremente la sensación térmica. El aire es limpio, libre de dióxido de carbono, y las aves cantan tan fuerte como el agua de una cascada tras la lluvia en las montañas. Al llenar mis pulmones de tranquilidad, ardillas cruzaban corriendo hacia los árboles de bellotas y las hormigas se enorgullecían construyendo sus hormigueros. No había bullicio urbano, ni semáforos ni oficiales de tránsito que alteraran la serenidad del entorno. Tampoco se veían los típicos cables colgando entre edificios que a menudo sostienen tenis de antiguos caminantes, como en mi ciudad natal. En San Juan, esos tenis suelen señalar la existencia de puntos de venta de drogas.

Observé que en La Estancia nada obstaculizaba la vista del cielo. Me atreví a pensar que por la noche el firmamento se llenaría de la magia de los astros. La vegetación, las flores, los caminos empedrados y los senderos de tierra entre los edificios abundaban. Todo parecía tener su lugar y su propósito, creando un ambiente casi perfecto. Los pasillos eran tan amplios que podían acomodar cualquier tipo de mobiliario, desde bancas y zonas de descanso hasta espacios de juegos y bebederos, y aun así, se podía caminar libremente.

Farolas modernistas colocadas cada diez o veinte metros entre los andadores, enmarcaban el camino, varios riachuelos interrumpían la continuidad de los paseos, y pequeños puentes de madera, con barandales exquisitos, auxiliaban al cruce con elegancia. Los senderos empedrados y los caminos más estrechos se entrelazaban con la naturaleza y los arbustos bien podados, como si hubieran nacido junto con las montañas. Grandes áreas de pastizales se mecían al viento, coqueteando con los árboles que rompían la horizontalidad del paisaje; algunos tan altos y frondosos que se leían los siglos en sus troncos, otros ofrecían frutos y flores que alimentaban a la fauna.

A medida que los senderos se adentraban en las zonas menos pobladas, la vegetación se volvía más densa y las copas de los árboles tan altas que apenas permitían el paso de la luz. Aunque el reloj anunciaba el mediodía, la atmósfera evocaba el sol decadente de las siete de la tarde y la temperatura recordaba los amaneceres del invierno tardío en San Juan.

Cada centímetro del exterior invitaba a quedarse allí, y no en los edificios de metal, vidrio y concreto blanco que albergaban las habitaciones. Estos, similares entre sí, solo se distinguían por sus usos: unos para actividades deportivas, como el gimnasio y las canchas; otros, para la recreación pasiva, el descanso o la terapia personal. Destacaban por sus líneas de colores que resaltaban las vigas exteriores, los vinilos en los ventanales y la cancelería pintada según el color correspondiente a cada brazalete. El mío era rojo.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora