Parte 1. Memorias del Cruce.

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En algún punto, al morir, el tiempo se detiene en un remanso de paz, como si la tormenta de dudas se calmara de repente, justo después de la confusión más abrumadora. Así es, niñas, tan extraño e indescriptible como lo sintieron ustedes. Aún me encuentro sin palabras suficientes para capturar la sensación de haber perdido el norte. No hay oraciones que describan con precisión ese momento final, y mucho menos el instante en que cruzas por primera vez la puerta de La Estancia.

Por otro lado, en la Tierra, aquella  tarde me sentí la chica más bella del universo. Era la primera vez que me reconocía hermosa, como la primavera. Llevaba un vestido ligero de tirantes que acariciaban mis hombros con delicadeza y un dije dorado con un corazón de zafiro que me regaló papá en su última visita a San Juan, que, según él, combinaba con mi aura. Papá nunca mentía. En mis pies, unas zapatillas de tacón bajo que mamá había guardado desde su adolescencia; nunca tuvo tiempo de contarme su historia, pero supongo que eran importantes, pues siempre quería que las luciera en ocasiones especiales.

También llevaba conmigo una confianza enardecida, forjada durante días y horas de práctica frente al espejo, tras esa búsqueda de la perfección en la técnica del maquillaje. Inspirado por un video recomendado por mi tía Raquel y fruto de la insistencia, mi rubor alcanzaba la cúspide del tenue rojo sobre mis mejillas. Pero la belleza es efímera, y esa tarde aprendería una verdad más difícil de aceptar: la vida no es tan buena como la pintan, ni la muerte tan mala como se teme. La vida, esa sobrevalorada, tiene dolores más grandes: perder una mascota, un partido cancelado por la lluvia, las noches de domingo, los amores injustos... Una lista interminable de iniquidades que, aunque quisiera, no podría completar en un par de horas. En realidad, tampoco llegué a conocer tanto de la existencia terrenal. Con temor a equivocarme, les diré que lo más desafiante de La Estancia es recordar lo que era pasar saliva. Duele reconocer los momentos que ya no regresarán. Un escalofrío, capaz de estremecer los dientes más firmes, aparece cuando, entre ilusiones, reconoces a tus seres queridos. Sin embargo, el consuelo llega rápido cuando aprendes a usar las Magdalenas y recuerdas el placer de haber compartido latidos con tu gente. Ya lo verán, un cálido verano brota del estómago, como una sopa caliente en un día frío, un abrazo de mamá en una tarde gris, el hombro de papá soportando un peso que el lenguaje no puede cargar, o el primer beso del amor de tu vida.

Del día de mi asignación a La Estancia 325 recuerdo todo, siento aún cómo las cosas a mi alrededor salpicaban el espacio al son de la tormenta de pasos de las mujeres que merodeaban por el atrio del lugar. Mamá siempre me hablaba sobre las primeras impresiones y su relación con las memorias antiguas, de esas que justo se obtienen en la asombrosa infancia. Ella era una fanática de los destellos de memorias y tenía toda una tesis sobre cómo se almacenan en las partes más profundas del corazón. Intactas bajo el cerrojo. Presumía la teoría de que nacían con una llave y un candado y que en algún momento, cuando la memoria se encontraba con el dolor, se apartaban la una del otro como amantes imposibles, como imanes del mismo polo. A esas memorias agónicas no les quedaba más que en ocasiones, colarse entre las aberturas de su prisión y esfumarse en forma de sonrisa, lágrima o suspiro. Intuyo que por eso del día de mi cruce tengo todo tan claro. Sin embargo, aparece solo cuando menos lo espero, cuando menos lo quiero. 

Eso sí, de aquellos segundos de confusión algunos saberes son omnipresentes; por ejemplo, sé que dejé atrás un par de puertas de vidrio que se abrieron automáticamente al detectar la presencia de mis pies y revelaron el interior de lo que ahora sé que es el Edificio Central. En mi piel permanece el clima fresco que recibía de una forma inesperada y brusca a las mujeres que debutaban por el acceso. 

Seguro a ustedes también les molestó la primera vez.

Una vez dentro del Edificio Central caminé por instinto hasta colocarme sobre el suelo pulcro y resbaloso de una enorme explanada. En la Explanada Principal las losetas de textura lisa deslumbraban el ambiente al rebotar los rayos de sol que se colaban por los grandes ventanales que cercan al edificio. En lo alto, los tragaluces husmeaban con desfachatez el andar de las que seríamos los nuevos brazaletes del lugar. Entre aquellos cristalinos, las nubes lograban filtrarse hacia un espejo de agua que descansaba a los pies de una barda que sostenía el escudo de La Estancia: un pentágono encerrando una mano que empuñaba una antorcha encendida; debajo del pictograma, la leyenda lux et vita erizaba los vellos de mi nuca. En todo el perímetro revoloteaban las conversaciones de las mujeres torbellino. Su eco atravesaba las puertas y paredes de cristal que circundaban los cubículos ordenados con la misma perfección que todo el conjunto. En la medida que la confusión del cruce se apagaba, iba descubriendo que aquella ola de mujeres no era un ente homogéneo, sino que se componía por chicas de diversas edades, estaturas, complexiones y humores. En común solo llevaban ropa blanca, tan blanca que lastimaba mis pupilas. 

También compartían un caminar apresurado, llevando en sus manos papeletas semejantes a las que se ven en las oficinas de correos; o como las películas, que pintan el ajetreo de las antiguas casas de bolsa.

Me sentía diminuta y confundida, quería correr, gritar o volver el estómago; aún no logro describir la sensación que bullía desde mi entraña. Cuando por fin me decidí a pedir asistencia, dudé hacia dónde dirigirme. Con el aspecto de quien tiene tiempo insuficiente, el simple hecho de pensar irrumpir la fluidez de aquellas hermosas ejecutivas me avergonzaba, más si lo hacía con una pregunta simplona como: ¿En dónde estoy? ¿Se imaginan lo ridículo que sería eso? Di un paso a la derecha, pero yo, una chica de decisiones confusas, no tardé en arrepentirme y viré bruscamente, y dudé de nuevo, y quise regresar al camino anterior. Entre la duda y otro paso, una mujer que caminaba casi flotando, determinada, seria, cruzó a mis espaldas y golpeó sin darse cuenta mi talón derecho desencadenando un tropezón que me llevó hacia el suelo, de rodillas. Tardé en incorporarme un par de segundos, revisé ambas rótulas en busca de heridas y sacudí, por instinto y pena, el polvo inexistente.

Ahí conocí a Magda.

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