Parte 17. Caminata a casa

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Mis compañeras de las primeras filas se preocupaban por sus posturas; se veían al espejo para perfeccionar sus movimientos de medusas. Las del centro se apresuraban para seguirles el ritmo. Las del fondo, como yo, nos preocupábamos por no trastabillarnos unas con otras. Durante el resto de la clase, transformé mi entorno en el flashmobmás creativo que se hubiera visto en la escuela. Seguramente por la sobredosis de oxitocina, me sentía como la protagonista de una de las películas que veía con mi tía Raque en las noches de pijamada, mientras comíamos papitas, gomitas enchiladas y tomábamos refresco de dieta. La película trataba, palabras más o palabras menos, sobre una princesa que sale del mundo de la fantasía para enredarse en un torbellino de apuros mientras baila por las calles de Manhattan. Por supuesto, yo estaba jugando el papel de la doncella.

Tan rápido como monté ese escenario, salí de mi cuento de hadas para pensar en un amor imposible al alcance de mis uñas y adentrarme en la más icónica relación juvenil que El Instituto haya presenciado: la gran nueva estrella, Sofía, con el partido número uno de la secundaria. De película de adolescentes producida por Hollywood.

—...Y respiro hondo, en tres, dos, uno... Gracias por la clase de hoy, niñas. Nos vemos pronto; coman bien, descansen y no olviden practicar la coreografía —. Tan fugaz como las palabras de despedida de Arantxa y el aplauso automático de fin de clase que nos dábamos cada día, la lección se me pasó en un suspiro.

Me sequé el sudor con un trapo viejo que robé de mi mamá. Concluida la lección, me dispuse a tomar mis cosas para ir a casa. No me gustaba ir en leggings por la calle, pero tampoco tuve el valor necesario para atravesar el patio del Instituto hasta llegar al baño de mujeres. Aún sugestionada por el susto de hacía apenas dos horas, opté por ponerme el uniforme sobre la ropa deportiva. A la mayor parte de mis compañeras de clase las recogían sus padres a la salida, pero la suerte no era tan bondadosa conmigo; debía tomar un par de autobuses camino a casa. Para llegar a la primera terminal, había que cruzar cuatro cuadras y un árido campo de fútbol.

La zona no era tan mala; de hecho, era divertido caminar por ahí. Las calles se adornaban con una amplia variedad de comercios. A finales de la pandemia, el gobierno de San Juan aprovechó para remodelar la zona, pintando las fachadas de colores vibrantes. Ensancharon las banquetas e intervinieron los cruces peatonales con formas y texturas creadas por artistas locales. Aunque un tanto despintadas por el efecto del tiempo, aún se alcanzaban a distinguir entre las planchas de asfalto. En la parte más estrecha, colocaron estructuras ancladas a las casas para tender bellas mantas de colores que atravesaban de lado a lado la calle y, además de dar sombra, creaban un cálido entorno para quien caminaba por ahí.

Recuerdo pasar seguido por una peletería a la mitad de la calle Yesca. Para esas alturas, la intervención urbanística había quedado atrás. En ese pequeño comercio pintado de rosa, compraba un helado de vainilla con chispas de chocolate; toda una ganga: dos bolas grandes por menos de lo que cuestan unas papas fritas. Me distraía pensando en no dejar que el helado se derritiera y manchara la servilleta que cubría el barquillo de galleta. Comía rápido, pero sin prisa, como si fuera una competencia solo mía para llegar al campo de fútbol antes de que el helado se derritiera por completo. En la parte más solitaria del camino, la zona de terracería que cobraba vida solo los sábados y domingos por la mañana, me ponía más nerviosa.

Mis recorridos eran todos muy similares: las tiendas rayadas por pintura en aerosol, el olor a carro viejo, el chirrido del transporte público al frenar, el calor que subía del asfalto. Cerca de la esquina de la calle Yesca se aglomeraban negocios dedicados al reciclaje de basura. Allí llegaban migrantes del sur, vendiendo lo que podían para seguir su paso por México, cambiando desechos por unos cuantos pesos. Cerca de ahí estaban las vías del tren, donde dormían en casas improvisadas hechas con durmientes, esperando juntar lo suficiente para seguir su viaje al norte, corriendo hacia La Bestia en busca del sueño americano. Sabía que no debía pasar por ahí después de las seis; mi madre me había advertido: "Sofía, no cruces por ahí tan tarde, es peligroso".

El recorrido concluía con el paso por la cancha de fútbol, rodeada de árboles espinosos y una valla metálica derrumbada que marcaba el camino hacia una vieja estación de camiones suburbanos. Justo antes de cruzar, siempre me encontraba con un hombre sentado en unos tablones de madera bajo la sombra de un mezquite, cerca de la portería poniente. Me intimidaba con su mirada. Siempre llevaba un sombrero de palma, unos pantalones de mezclilla viejos y una guayabera percudida, abierta hasta la mitad del pecho, dejando ver una maraña de vello oscuro. Su piel, curtida por el sol, parecía de cuero viejo; sus cejas espesas, desordenadas, y un bigote descuidado que a veces escondía restos de comida. Nunca me atreví a hacer contacto visual. Aceleraba el paso y fingía que no estaba allí, que él no existía.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora