Parte 18. La reja de salida

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Esperaba que aquel día fuera un recorrido normal, como todos los otros, pero el destino es audaz y a veces entrega sorpresas inesperadas. Para mí, había tirado una mano diferente, no el póker de ases que preveía. Me lo había guardado para el justo momento de llegar a aquel polvorín rectangular. Cuando atravesé la reja perimetral e ingresé al campo, sentí como si el tiempo se detuviera; mis sentidos se pusieron tan alerta que, en cámara lenta, observé todo lo que sucedía a mi alrededor. Mi corazón luchaba por mantenerse a bordo de mi pecho, y una ansiedad inexplicable daba pinchazos en la punta de los dedos de mis pies y en el centro de mi corazón, o lo que yo pensaba que era mi corazón. El hombre del campo no estaba donde solía. Ya para ese momento, la cosa me pintaba mal, y eso incrementó mi paranoia; había algo en el ambiente que me susurraba lentamente: "no estás sola". Lo podía palpar; imaginaba la respiración de aquel personaje en mi nuca.

Aunque mirara a un lado y otro, no veía más que el aire arrastrando remolinos de tierra por todo el lugar. El clima se tornó tétrico, las nubes taparon el sol, y mis emociones eclipsaron mi intelecto. Solo me repetía: "So, de esta sales ilesa". Apreté fuertemente mi mochila y corrí lo más rápido que pude. Las piedras sueltas del campo se colaban en las plantillas de mis tenis, se quedaban atrapadas allí y, con cada zancada, se incrustaban un poco más en la planta de mis pies. Me dolía, me dolía mucho. Las rodillas me flaqueaban; pensé que en cualquier momento una de ellas se rompería de tanta presión. El pelo que llevaba medio recogido en una coleta empezó a desorganizarse al punto de taparme la cara; no podía ver bien. Corría casi por inercia; dos o tres veces tropecé. En una de ellas, terminé por casi caer si no es por mi mano derecha, que evitó el derrumbe; mi orgullo fue más fuerte. No importaba, yo de esa saldría limpia.

Casi al llegar a la reja de salida, escuché unas pisadas firmes a una velocidad más rápida que la mía, cada vez más próximas a mí. Mi mano me dolía; tal vez para ese entonces ya había comenzado a sangrar. Acepté que no alcanzaría la meta, como última opción dejé caer mi mochila para aligerar el peso, pero no fue suficiente; pocos metros adelante, su antebrazo me detuvo por el cuello. Me congelé. Traté de gritar, pero no salió de mi garganta ni un solo chillido. Recé y supliqué que pasara rápido. Un brazo fuerte me tomó por la cintura, mientras el antebrazo seguía presionando mi yugular.

—¡Sofi! Discúlpame, no era mi intención asustarte, por favor, perdóname. Solo quería seguirte a casa sin que te dieras cuenta y así conocer el camino para darte una sorpresa por la noche. Perdón, perdón, ya esto se nos está haciendo costumbre.

—¿Costumbre? ¡Maldito! Costumbre debería ser tomar un frappé, comer un helado, salir al cine. No estas persecuciones sin sentido —me dije a mí misma, apretando los ojos, los dientes y los puños. Exploté en llanto; era Deo quien me había seguido. Esta vez no me importó la pena que recorría, combinada con ira, por mi sistema nervioso central. Agradecí que ese evento terminó en malentendido, en una confusión total causada por una niña tonta. Eso sí, en la culpa me llevaría a Deo. Con mis puños cerrados, le di una paliza en el pecho y le pedí que jamás volviera a hacerle eso a ninguna mujer, a ninguna persona. Él, tan preocupado y apenado por la situación, se ofreció a acompañarme hasta mi lugar seguro; me dijo que no permitiría que mi día terminara mal. Subió al primer camión y se sentó a mi lado; caminó junto a mí hasta el segundo paradero. Me compró una pequeña rosa casi marchita que encontró por cinco pesos en una de las florerías cercanas al panteón municipal y procuró hacerme reír durante todo el camino. Yo ya estaba rendida a sus pies, y no me importaba demostrarlo. Cuando llegamos a casa se veía nervioso; seguro yo también lo estaba. "¿Sería ese día mi primer beso?" —me preguntaba.

Otra parte de mí escuchaba la voz de mi tía Raque en la cabeza, como un eco persistente: "So, no les demuestres todo tan rápido a los hombres. Son raros, si sienten que los invades, salen huyendo. Parece que les gusta sufrir, prefieren que los trates mal". Me reí para mis adentros, ¿cómo podía ser tan directa? Pero una parte de mí sabía que, en el fondo, algo de razón tenía. Mi mente empezó a debatir: ¿le hacía caso a mi tía o dejaba que todo fluyera? Al final, sus palabras terminaron pesando más de lo que quería admitir. Lo dejé abrazarme, y hasta permití que sus labios rozaran la comisura de los míos. Pero no más. Todavía era demasiado pronto. Además, él no necesitaba saber que lo había espiado todo ese tiempo antes de la pandemia. Según mi tía, si lo notaba, perdería el interés.

Así pasaron los siguientes días, un tira y afloja constante entre abrazos largos, manitas sudadas y cuasi besos en la boca. No tardamos mucho en formar una amistad muy unida; él me visitaba en casa y yo, pues yo le hacía esperar en la sala mientras me daba mi tiempo. Mamá, por su lado, le tomaba aprecio, incluso cierto cariño, a pesar de que nunca estuvo de acuerdo con su pésimo hábito de fumar; le regañaba y le decía que era aún muy joven como para dañar sus pulmones con algo tan corriente. A veces lo invitaba a comer; otras, se tomaban un café y platicaban sobre cuántas cosas cayeran en la mesa. Yo no ponía atención a las conversaciones; me parecía mucho más interesante perderme en esos ojos pestañones tan lindos que solo él poseía. Durante ese tiempo conocí a gran parte de su familia. Su mamá era una persona muy afable que siempre me procuraba. Me gustaba que decía cosas como: "Deo, recoge su plato por favor", o "No vayas a hacerle daño, Deo, o así te va". Me hacía sentir muy apreciada, cuidada. Estar en su casa era como un día de picnic con los míos.

Aunque nuestra "amistad" inició en solo pocos días o pares de semanas, nuestras familias parecían encajar de toda la vida. Del trato de su papá, ¿qué les digo? También me hacía sentir como princesa. Deo era hijo único y, a palabras de su mamá, su papá siempre había querido tener una hija. Sin embargo, nunca consiguieron embarazarse de nuevo. En su casa vivía su abuela Esther, que se la pasaba o dormida por mucho tiempo, o mirando las aves volar por la ventana y las fotografías de su tía Sandy en los portarretratos de la sala. De Sandy, la pobre Esther no tenía muchas respuestas.

Ya con un papel más importante en su familia, un día me atreví a preguntarle a Deo y a su mami sobre Sandy. Me contaron lo desafortunada que había sido su vida; como era común entre la generación de nuestros padres, ella también había quedado embarazada muy joven, más joven que yo. Su hijo Sergio, quien cuenta con los laureles de primo favorito de Deo, aunque sea difícil de creer, fue un niño plenamente deseado. Su entonces pareja, Zamarripa, y ella, se fugaron de la casa de la dulce Esther para demostrarle al mundo que el amor es más fuerte que la diferencia de edades y de clases sociales; dejaron a Sergio con Esther y juraron regresar prósperos por el pequeño. Tristes, bajaron la mirada para confesarme que, desde aquel día, la señora Esther perdió la afinidad con las palabras, limitándose a ver por la ventana si su hija aparece de nuevo y dedicándose con esfuerzo a criar a un nieto con el cual no tenía obligación, pero sí un fuerte lazo amoroso. Con pena me confesaron los temores que ya habían llegado para aquel entonces a mis pensamientos. Sus tíos, en el afán de escalar en la movilidad social, se involucraron en delitos menores y se habían envuelto en problemas de adicciones. Eso, entre otras cosas, provocó que su relación fallara y que el papá de Sergio terminara por abandonar a Sandy en algún lugar de los Estados Unidos.

Después hablaron de Sergio, sobre todo Deo, quien recuerda muchas cosas de él: los partidos de fútbol a la puerta de su casa, cómo le había enseñado a andar en bicicleta, los videojuegos que compartían, la manera de llenar e intercambiar estampas para el álbum del Mundial, las tardes de hacer patitos en la presa, las visitas al cementerio, las noches de elotadas bajo la luna llena, entre tantas locuras que nombró en algo así como una hora. Sergio estuvo viviendo en casa de Esther, hasta que Esther terminó por perder su brújula por completo. Fue entonces cuando los papás de Deo decidieron cobijarlos en su casa para cuidar mejor de ellos y poner la casa de Esther en renta para apoyarse con los costos extras. Vivieron los cinco entre una infancia llena de risas entre primos, regaños de su mamá, ausencias de Esther y juegos de fútbol con su padre. Deo fue feliz. Hasta que un mal día de verano, con un Sergio a punto de llegar a los 14 años, se presentó en su hogar un abogado con pinta extranjera. Vestía un traje prolijo y bien combinado, zapatos de charol brillosos como el sol de San Juan y unos lentes negros que no se quitó por ninguna razón. Sin más que una orden judicial con sellos extranjeros, sustrajo a Sergio de su hogar para llevarlo con él a los Estados Unidos, en donde aseguraban que se encontraba Zamarripa. "Este niño merece educación de primera y solo su padre es capaz de dársela". Tampoco explicaron muchos detalles.

Para ese tiempo, Deo tenía unos 8 años y perdió a su gran compañero de aventuras. De Sandy, aún no se sabe nada.

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