Parte 11. La flor y la espina

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Con la singularidad de la sabiduría de los días, la tempestad sucumbió y un ambiente calmado inundó de a poco a nuestra nueva familia. La describo como nueva porque después de una vida ausente, el mundo cambia; las cosas centelleantes ahora, con un tenue tintineo, se hacían apenas visibles. Es como si pusieran un filtro ocre a los ojos. Efecto que se tornó más colorido con la despintada flor de papel maché de aquel día en el que Deo se puso creativo.

Con mis manos frías sujetaba el delicado objeto. Me intrigaba la legitimidad del regalo, si pasaba de ser del Instituto a ser de mi propiedad, si era ético que me atribuyera un regalo robado, si eso me convertía en cómplice por el simple hecho de aceptarlo; pero la duda más inquietante que resonaba en mis neuronas escudriñaba si de verdad el remitente, escrito con fea letra, era fidedigno o estábamos ante una suplantación de identidad. Transmitiendo una mirada atónita y atolondrada, la premisa lógica más evidente fue pensar que era una broma, que Paola, en coordinación con su grupo de arpías fieles, era la autora intelectual de una pasada tan cruel y despiadada como ellas mismas. Mi primer reflejo consistió en enfocarlas con mira láser. —Tesis de arpías: descartada—. Constaté que no fueron las culpables cuando, en lugar de toparme con sus burlonas alegrías, me di de frente con unas caras que se alargaban en celos por la manualidad que pintaba las palmas de mis manos al combinarse con el nerviosismo que ya para esos instantes emanaba a cántaros por los poros de mi piel.

—Las Darlas—. Segundo instinto en orden lógico.

Al no ser las autoras mis peores enemigas, entonces, por descarte, serían mis mejores amigas las culpables del numerito aquel. Sin embargo, cuando iba a arremeter contra ellas, utilizaron un recurso de suma evasión: las cejas. Con ellas señalaron la puerta de hierro pintada de café chocolate del salón de clases. Media despistada por la confusión, tardé en comprender que me estaban pidiendo a gritos mudos virar. Torcí la vista en dirección a la vieja puerta y pude ver a Deo y sus penetrantes ojos profundos infiltrándose por las ventanillas de vidrio barato que complementaban a la metálica. Su sonrisa me apuntaba, desintegrando cualquier ente que interfiriera entre nosotros. Obvio me sonrojé, me quise ahogar cuando me entregó un guiño pizpireto y retorcido que confirmaba que el artefacto era obra de su tierna forma de ser.

El ambiente solo lo arruinaban los murmullos cantados por mis compañeros. La gota que derramó el vaso se hizo presente cuando el profesor Gustavo irrumpió preguntando, con el filo de navaja de cazador, el porqué de tanto alboroto. Entonces rodó cuesta abajo la bola de nieve que se había estado formando en el aula, y al unísono del clásico rugido de burla que distingue a los niñatos pubertos que tuve como compañeros, terminé por colorearme hasta la frente. Por fortuna para mí, en aquel deshonroso momento, Deo ya había comenzado su huida.

Mis amigas, Las Darlas, no podían dejar de zangolotearme y alentarme a ir tras él. Sin embargo, el receso ya había pasado y tenía pocas posibilidades de encontrarme de nuevo con Deo ese día, así que sus anhelos estaban casi desahuciados. Transcurrieron las dos horas restantes de clase en las que intenté no darle mucha importancia al acontecimiento; no quería lastimarme.

En San Juancho, todos conocíamos la historia de los chicos del Porvenir; para mi generación, fue una especie de leyenda oscura, de esas que se susurran en los pasillos antes de que llegue el profesor. La cosa pasó justo antes de que la pandemia nos alcanzara: un grupo de chicos de la preparatoria jugó una de esas «bromas» crueles, algo que aún se nos retorcía en el estómago cada vez que lo recordábamos. Resulta que fingieron que uno de ellos estaba perdidamente enamorado de una de las niñas de nuestro salón, justo cuando estábamos en primer grado de secundaria. Imagínense: mensajes dulces, sorpresas de papel, cartas empalagosas, chocolates y flores robadas de los jardines del Instituto. La pobre Maribel —que nunca fue muy lista— terminó creyéndose toda esa farsa.

Un día, le dijeron que se encontrarían en un cine viejo, en una plaza bastante conocida de la ciudad. Todos sabíamos de ese lugar; solíamos ir ahí los fines de semana, no solo las del Instituto, sino también chicos de otras escuelas privadas de San Juancho. Pero aquel día fue diferente. Maribel llegó con su mejor vestido, toda ilusionada... y ahí fue cuando comenzó la verdadera crueldad.

Esa tarde fue grotesca; los secuaces pueriles que amasaron la masacre arrojaron huevos y harina a Maribel desde las barandillas del pasillo perimetral del segundo piso del inmueble, se desbordaron en burlas y comentarios que le exhibieron hasta el cansancio. Cargadas en sus bocas llevaban ya una tonada denigrante pero pegajosa que cantaron al unísono, provocando que los más idiotas de los espectadores presentes comenzaran a tararearla al son de la agresión. Hablaron de su cuerpo, de su cara, de su forma de ser, de sus sentimientos. Fotocopiaron las conversaciones que mantuvo en secreto con su agresor y las esparcieron por todo el piso principal.

Tomaron videos y fotos y las hicieron rodar por todas las redes sociales. Era sorpresivo y decepcionante que habiendo tantas cabezas, en ninguna existiera la prudencia necesaria para detener tan cruel acto; me impactó aún más ver a los automovilistas bajar la velocidad para llevarse con ellos un poco de la puesta en escena. Dicen que hasta los guardias de seguridad se reían y, a propósito, dejaron transcurrir unos minutos para que los delincuentes emprendieran su huida.

Mamá tiene una justificación para eso; según su teoría, en estas épocas los valores y los ejemplos de liderazgo están torcidos: hay más reconocimiento en los actos bravos que en las acciones de paz. Puede más la agresión que la sensatez, y el deseo de réplica se acentúa en la medida en que la fuerza triunfa contra la calma. Por supuesto, Maribel no volvió a la escuela, en parte gracias a la pandemia, pero nadie sabe muy bien qué fue de ella. Unos dicen que se mudó a la casa de campo con su familia más lejana; otros, que viajó al extranjero con su mochila llena de frustraciones y su autoestima agonizante. Historias más descabelladas comentan que desde ese día no sale de su habitación, que se colgó de la regadera de su baño, que se metió a una tina con la radio vieja de su papá, que tomó tantas pastillas para la gripa que le salió espuma por la boca y se perdió para siempre, que se dejó caer del puente más alto de la ciudad, que tomó una barca y se adentró en la presa para nunca volver. Espero que ninguna de ellas sea verdad; la opinión de los demás no debería de ser tan importante como para regalarles tu vida, sea literal o de forma figurada, y yo, en honor a mis pensamientos, no iba a terminar siendo víctima de unos inmaduros egocéntricos y pelados pelafustanes que buscaran repetir las historias. Así es San Juan; en las escuelas los hombres buscan rememorar acciones estúpidas para sentirse los nuevos galardonados. No lo hacen a bien, bueno fuera que eligieran los deportes, la ciencia, el arte. No. Eligen la violencia, la necedad, la delincuencia.

En oposición a mi lado analítico, la niña enamoradiza que habita en mi interior rezaba porque fuera verdad y que mi historia de amor con Deo dejara de existir solo en mi cabeza. Los segundos se acercaban al momento en que el timbre de salida anunciaría el fin de las clases del día; y con él, se iba materializando el inicio del taller de baile contemporáneo. Era el primer año que intentaba desarrollar esa nueva habilidad; mamá insistió en que sería una buena forma de interactuar con chicas desconocidas, practicar mi sentido de sociabilidad y trabajar en mi equilibrio y agilidad, cosa que no iba muy de la mano con mis aptitudes. Aunque me gusta el ejercicio, soy más de senderismo, campismo, bicicleta de montaña, actividades en la naturaleza, hasta running. Si se trata de estar bajo cuatro paredes, soy del tipo de niñas que disfruta más interactuando con materiales, una artista plástica de nacimiento.

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