Parte 8. Vivir con miedo

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Durante la cuarentena, la mayor parte del tiempo estuve sola. Mamá trabajaba en una tienda de autoservicio que, al ser catalogada como actividad esencial por el gobierno de mi estado, debía mantener sus puertas abiertas al público y, con ellas, mi madre, detrás de la línea de cajas, a excepción de la vez que enfermó. No pasó a más, pero desde entonces utiliza doble cubrebocas cuando está en la tienda.

Por fortuna, esos días de pandemia dejaron una marca profunda, no solo en mí, sino en todos los que me rodeaban. Pasar tanto tiempo sola durante la cuarentena me hizo más consciente del dolor de los demás. Pensar en An, mi vecina, que perdió a su papá en la primera línea de batalla cuando la enfermedad era aún joven y la vacuna llevaba un mínimo avance, me apachurraba los ventrículos. Aun así, volver a lo de antes nos llenaba de una mezcla de alivio y un extraño nerviosismo. Era como si todos estuviéramos deseando retomar la vida, pero conscientes de que algo había cambiado para siempre.

Llevábamos un tiempo de haber regresado a la escuela de forma presencial; la gente que enfermaba ya no moría, o no en la misma cantidad, y los hospitales, aunque se mantenían en su máxima capacidad, ya sabían cómo tratar la enfermedad y qué cuidados tener. Además, la vacunación estaba siendo efectiva e iba avanzando bien en toda la ciudad. Las reuniones con la familia lejana, las visitas a las tiendas de ropa, los paseos por el mall sin motivo aparente, las compras en el súper, las salidas al cine con las amigas, las tardes de café y crepas, y otras actividades sociales ya podían desarrollarse como antes. Bueno, pasando por alto lo del cubrebocas.

Sé que no suena a la gran vida social, y es que nunca fui de salir de casa; a lo mejor un poco incentivada por mi deficiente capacidad para socializar, disfrutaba más convivir con mamá y con mi tía junto a una taza de chocolate caliente con bombones, que con mis amigas de la escuela. Pero, tras la pandemia, todo parecía cambiar, incluso mi relación con el mundo exterior. Quizás esa necesidad de reconectar nos transformó a todos, incluyéndome. De repente, me encontré en un lugar inesperado. Convencida de que por mi carácter reservado vivía en el fondo de las listas de popularidad del salón —qué les digo del salón, probablemente hasta de la ciudad—, fue hasta el regreso a clases que debuté sin intenciones propias en ese club de musas altaneras y deportistas con gran cuerpo, pero deficiente sentido común. Ya saben, me estiré un poco, mi cara dejó de expulsar grasa por cualquier poro y migró solo hacia algunas zonas focalizadas en mi frente y mejillas de forma intermitente y, por lo general, pocas veces evidente. Mi tía me hizo un corte de cabello especial que resaltaba mis facciones, o eso decía ella. Además, me inició en el mundo del maquillaje —ni tan tan, ni muy muy, no querrás parecer faciolona—, repetía. La rutina de ejercicio de los videos a los que me inscribí en el canal de Alana Fit durante los años de encierro pareció ser efectiva, pues mis piernas se tornearon para combinar perfectamente con un bronceado natural que heredé de papá. Mi voz, según me decían mis amigas, se había endulzado. De repente, gané un lugar en la lista de la sección de sociales de San Juan, «Chicas por las que mueres», un par de hojas llevadas por pasantes de periodismo en las que redactan, mes con mes, un ranking de las chicas más guapas de las escuelas de la zona.

Las niñas me preguntaban cualquier cosa sobre mi outfit. Los niños se ruborizaban cuando les dirigía la palabra y algunos más atrevidos me dejaban sorpresas sobre mi banca, desde confesiones hasta toda clase de golosinas con o sin remitente. Las Darlas parecían disfrutar más de mi nueva fama que yo; a mí no me importaba nada de eso, de hecho, me provocaba cierta repulsión, y es que no todos los momentos de gloria eran tan buenos como se podría pensar, sobre todo cuando regresaba a casa.

En mi andar de regreso de la escuela, comenzaba a sentir miedo y a vivir la angustia de saberme indefensa. Nunca había tomado conciencia de lo difícil que era ser mujer; las sabias palabras de mamá y papá ahora cobraban validez. Ya no rebatía diciéndoles que exageraban o que se relajaran con su paranoia. Los hombres empezaban a observarme y no de buena fe o con dulzura. De un día a otro, incrementó la frecuencia con la que algunos se pegaban a mí; lo hacían intencionalmente cuando caminaban a mis espaldas, dejando caer a veces su mano hacia cualquier parte de mi cuerpo, se disfrazaban de distraídos y muchas veces hasta fingían haberlo hecho de forma accidental. Por supuesto, había unos más cínicos que dejaban ir la vulgaridad por la palma de sus manos. Otros volteaban a verme justo cuando ya había pasado por su lado; a esos me gustaba sorprenderlos en la acción, por lo regular volteaban apenados, aunque la última vez uno me envió un beso. Eso me hizo replantear si debería dejar de cazar sus acciones. Otros, más descarados, te clavaban los ojos, te devoraban de pies a cabeza y no les importaba si iban con pareja, niños, personas adultas, o si alguien los observaba. Les daba igual, sedientos de lujuria se condenaban a sus pensamientos obscenos.

En el camión, el ambiente siempre era sofocante ya que las pequeñas ventanillas superiores casi nunca servían, el aire denso y cargado de sudor y perfume barato quedaban atrapados entre los asientos de plástico duro y las paredes llenas de rayones. Los materiales duros rechinaban bajo el peso de los pasajeros; podía escuchar el murmullo constante de conversaciones mezcladas con el rugido del motor. Cuando tenía suerte y lograba sentarme, sentía la mirada de los hombres, siempre clavada entre mis piernas desnudas bajo la falda de la secundaria. El calor me envolvía como una manta pegajosa, y el asiento de vinilo se adhería a mi piel. Esos mismos hombres rozaban con intención cualquier parte de mi cuerpo al caminar hacia las puertas buscando salida. Si me tocaba ir de pie, el balanceo del autobús me empujaba hacia otros; podía sentir el roce de sus pantalones ásperos o de sus camisas húmedas contra mi cuerpo, además el olor acre de su aliento, mezclado con café rancio, me revolvía el estómago.

Si me tocaba ir de pie, prefería tener la mochila a la espalda y arriesgarme a que me robaran algo de ella, antes que soportar el roce de sus asquerosos cuerpos. Siempre buscaba colocarme frente a un asiento ocupado por alguna mujer; si no, los depravados, aprovechaban para recargar su hombro contra mi vientre en cada frenado del camión. Nada me parecía más repugnante que sus caras de tontos, como si no supieran lo que hacían. Lo que más me indigna es que nunca supe de una sola ocasión en la que alguien les hiciera frente o en la que algún otro hombre los pusiera en su lugar. Solo niñas, siempre niñas. Siempre mujeres jóvenes protegiéndonos entre nosotras. Una que otra mujer de mediana edad, nada relevante, como si las mujeres mayores tuvieran un pacto de no intervención con esos misóginos. Así que yo también tenía mis propios trucos. Utilizaba mis audífonos cuando tenía que ir sola a algún lado, por lo general sin música en el reproductor, pues el estrés por estar alerta me daba pavor a entrar en distracciones. Eso no era más que una cortina de humo para impedirme voltear cuando me chistaban, silbaban o gritaban asquerosidades. Por si acaso, también solía caminar con mis pinzas para depilar en la mano, tal y como mis primos me habían aconsejado:

—So, las tienes que sujetar firmemente, y la punta la dejas asomar entre el dedo medio y el índice; de esa forma puedes herir a tu atacante y te dará tiempo de pedir auxilio o correr —.

No era mucho, pero sabía que de algo me servirían y no tenía miedo a usarlas. Además, solía caminar alejada de la pared o, cuando se podía, por el medio de la calle, siempre al pendiente de no encontrarme con algún hombre que me diera desconfianza, vigilando los cuatro puntos cardinales —norte, sur, este y oeste—, con repetición cada 20 segundos y siempre en dirección contraria al sentido de circulación de los coches.

Pero ser precavida no terminaba ahí, antes de tomar camino me daba el tiempo de trazar rutas de emergencia en mi cabeza; ubicaba las tiendas a las que podía entrar y perder unos minutos si es que me sentía acechada. Conocía a Don Martín, de los abarrotes; a Fede, de la frutería; a Cornelio, de la carnicería; y a la señora Laura, de las gorditas. Saludaba a las personas que me daban confianza y que sabía que vivían cerca o utilizaban las mismas calles que yo. Este plan consistía en llenarme de conocidos por si algún día necesitaba pedir ayuda.

Por todo esto, cuando estaba en la cuarentena me sentía mucho más cómoda, segura entre las paredes de una casa atestada de personas de mi confianza, un ambiente con olor a la comida de mamá, las risas de mi tía Raquel retumbando en las paredes, los revoltosos de mis primos provocando torbellinos en la sala y camas llenas de frazadas calientitas y regordetas que mi abue nos había heredado.

Allí, entre esas paredes, el miedo no tenía nombre ni rostro. Afuera, en cambio, lo tenía todo.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora