Parte 24. Sergio

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Después de los tiempos más felices de mi vida, ya tenía amplias creencias en el amor. Mis amigas vivían la felicidad a través de mis ojos, sentían el hormigueo de ese calor de enamorados a través de mis palabras. Cada detalle, cada cita, cada momento lo iban viviendo a través de mi narrativa. Deo, indeciso Deo, ya el calendario nos estaba presionando y él aún no se decidía a hacerme la gran pregunta. ¿Acaso no se daba cuenta de que el tiempo era oro? Tal vez estaba esperando el momento perfecto, uno de película, top chart de internet, o simplemente no sabía cómo hacerlo. Hasta llegué a pensar que no quería, que se sentía más cómodo así, llevando a una mejor amiga del brazo y teniendo subidones hormonales sin compromiso. O era que, al cruzar tantas líneas de confianza, sin darnos cuenta, nos habíamos establecido en la friend zone.

Por mi parte, me había encargado de dejar en claro que moría por convertirme en su novia oficial. Si quedaban dudas, debían de ser suyas; yo había hecho todo lo que se aconsejaba en los artículos de las revistas digitales. Tardé en contestar sus mensajes (al principio), mostré indiferencia y exceso de interés, le envié sonrisas pícaras, rocé su mano con la punta de mis dedos, moví mi cabello de un lado a otro cada vez que él me miraba fijamente. Le abracé por el cuello y, a veces, me atrevía a despedirme de él con un beso que vivía en los límites de su cachete y su boca. Todo lo había hecho al pie de la letra y, aun así, no había señales de que se atrevería a declararme su amor.

También había momentos en que no desconfiaba de sus sentimientos; pensaba que tal vez el retraso de nuestro noviazgo se debía a que su primo Sergio había llegado hace un par de semanas nuevamente a su casa. Él no cabía de felicidad desde ese día en que, por sorpresa, Sergio atravesó la puerta con un par de maletas.

Estábamos todos en la sala, viendo un programa de televisión donde los concursantes debían sobrevivir en una isla abandonada, cuando llamaron a la puerta. Al abrir, la mami de Deo derramó el vaso de cereal con leche que sostenía entre las manos.

—¡Sergio! —Y Esther dejó de un solo golpe su lugar en el loveseat, coronado por un cojín flacuchento. Señalaba hacia la puerta; en sus ojos, la emoción desbordaba transformada en lágrimas. De su boca no salieron palabras, solo sonidos guturales y nada más.

El papá de Deo se paró para apoyar a Esther, supongo que por miedo a que cayera desmayada de la impresión.

—Hijo, Sergio, ¿qué haces acá? ¿Todo bien? Te amo, te extraño, perdón —. La mami de Deo lloraba mientras exclamaba todas las frases que se le ocurrían; por su parte, Sergio se limitaba a dejarse abrazar. Deo corrió también a saludarlo.

El papá de Deo, después de dejar a Esther segura en su sillón, se colocó a mi lado y recargó su mano sobre mi hombro. Estaba feliz, podía sentirlo a través de su toque, pero a la vez palpaba su incomodidad.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Deo.

—Por Dios, primo, acabo de llegar y tú ya me corres —y la cara inquebrantable de Sergio dibujó una enorme sonrisa.

Deo corrió hacia mí, tomó mi mano y me llevó hacia Sergio como muñeca de trapo.

—Te presento a Sofi, es especial para mí, primo —.

—Hola, Sofi, especial para mi primo. Ya eres especial para mí también. Cuida de este vástago y llévalo por el camino del bien, que afuera los hombres se vuelven muy engreídos sin una guía —. Tomó mi mano y me acercó hacia él para darme un abrazo muy cálido, que de inmediato erizó algunos vellos de mi nuca. Su abrazo se sentía fuerte, su olor provocaba morderme los labios; su forma de hablar me causaba asco.

—Familia, vengo por un corto tiempo, así que disfrutemos mientras podamos —. Nos dijo a todos. Bueno, yo me incluí en lo de "familia", aunque pensándolo bien, no cabía en ese conjunto.

Esther, que se había vuelto una estrella fugaz, corrió a la cocina para prepararnos la mejor cena que había probado en mucho tiempo.

—¿Se curó? —Nos preguntaba el papá de Deo, asombrado de verla tan lúcida.

En la mesa la pasamos muy bien. Sergio era un chavo elocuente, tenía el don de hablar en público, aunque para mi gusto, un tanto engreído. A veces hacía bromas en inglés, dando por hecho que todos lo entendíamos. Nos adentró en sus aventuras por Estados Unidos, nos contó sobre sus amigos y lo bien que la pasaban explorando los parques nacionales. Nos enseñó fotos en su celular de los paisajes y los animales que había encontrado en cada travesía.

—Miren, esto es un alce americano. Su cornamenta puede llegar a medir más de un metro de punta a punta, eso es como tres cuartos de Sofía —. Patán, pensé.

Nos mostró la ropa que había traído como souvenir para la familia y comenzó a repartirla, aunque dudo que le quedara a todos. Se alegraba de presumir que allá se usaba esto y aquello. Habló de deportes, de caza y de la última tecnología que, aunque ya conocíamos en San Juancho, pocas veces tenías la posibilidad de tocarla.

—Trabajo en la compañía de mi padre, soy asistente de operaciones —presumía.

Abrió la segunda maleta y comenzó a repartir regalos a todos los presentes. Para mí no tenía nada, pero tuvo el detalle de dibujarme un retrato de perfil mientras nos platicaba su nueva pasión: el dibujo.

—Para esto he venido a México, voy a practicar un par de meses con los paisajes de por acá. Quiero llevarme las más tétricas pinturas que Estados Unidos haya visto jamás —. Por esos comentarios es que una persona pierde la cabeza allá en San Juancho. No en el buen sentido.

Esther lo seguía viendo con ojos de universo, era su retoño que volvía, ya hecho todo un hombre.

La verdad es que cualquier mujer se enamoraría de él. Parecía el típico galán de series juveniles. Tenía buena estatura, no tan alto como para ser inalcanzable o confundirlo con una canasta de básquetbol; su tez morena combinaba con unos ojos color miel que resaltaban bajo un par de cejas pobladas. Su cabello tupido y ondulado enmarcaba bien su cara afilada, y su barba a medio cortar resaltaba su masculinidad. Se veía que trabajaba horas su cuerpo en el gimnasio; la playera le quedaba algo ajustada de las mangas. Su pecho y espalda eran dignos de sostener una habitación entera.

—Primo, ¿dónde está el gimnasio por acá? —se dirigió a Deo.

Yo dejé ir una risa burlona sin afán; Deo no era mucho del estilo de gimnasios y levantar pesas. A él le gustaba más jugar al fútbol.

—No sé, primo —contestó tímido.

Sergio se dirigió hacia él y, en tono serio, le dijo: —A partir de mañana saldremos a buscar uno. Te convertiré en la escultura que mereces ser. Además, yo no puedo tener primos escuálidos —.

A mí no me gustaron dos cosas: la primera, el tono altanero de Sergio; y la segunda, que Deo ya era perfecto tal como era. ¿Qué quería? ¿Convertirse en el dúo "todas puedo"? Y sí niñas, lo acepto, me dio un poco de celos al pensar que otras, mucho más bonitas que yo, pudieran interesarse en el nuevo Deo. Más que celos, diría angustia. Sabía que Deo no haría nada para lastimarme, pero aun así, desconfiaba de mí misma. Además, dada su genética, no dudaba que con unos kilos más de músculo se convertiría en el niño más atractivo de San Juan.

La noche terminó en la sala. Mi mamá ya había llamado a mi celular varias veces, pero como lo había dejado dentro de mi bolso en la mesa principal, no lo escuché, y tampoco me di cuenta de la hora. Hasta que sonó el celular de Deo.

—Sí, señora... Estamos bien... Está aquí... Perdone... Ya la llevo... Que descanse... —Era mi mamá, recurriendo a la fase dos de emergencia.

—Sofi, tenemos que irnos, tu mami está un poco molesta —me dijo Deo.

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⏰ Última actualización: 5 hours ago ⏰

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