Parte 15. La Estancia

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Después de caminar por unos diez minutos, llegamos a un espacio que parecía una nave industrial, de esas en donde se almacenan productos a gran escala. En San Juan había varias, kilométricas, que se usaban para mantener a salvo tanta y tan diversa mercancía proveniente de Estados Unidos y Canadá; pernoctaban allí antes de ser colocadas en tractocamiones para llegar a su siguiente destino, casi siempre a algún puerto, como el de Veracruz. En lugar de máquinas, el interior estaba lleno de mesas largas con manteles blancos y grandes ventanales que dejaban pasar la luz natural. El techo de cobertizo translúcido filtraba la luz, llenando el espacio de una claridad suave.

Mientras avanzábamos, observé cómo los diferentes brazaletes se mezclaban sin distinción. Algunas chicas conversaban animadamente, otras se sentaban solas en el suelo o en la escalinata de acceso a la cocina. Rompió el silencio mi pequeña anfitriona con una pregunta: —¿Quién pone una escalera para entrar a la cocina? —No lo sé, así son las cosas aquí, pero yo qué te digo, chica, si tú eres la de la experiencia —le contesté juguetona a mi compañerita.

Ella pareció ignorarme con esa habilidad tan sorprendente que tienen las niñas al ser tan pequeñas, con esa fuerza con la que lanzan preguntas que para ti parecen peores de lo que en realidad representan para ellas mismas. Caminamos en silencio.

Para entrar al comedor, pasamos el brazalete por un lector que nos dejó pasar sin problema. Luego, una pantalla nos mostró a qué mesa debíamos ir para recoger los cubiertos, servilletas, vasos y platos. Las guías ayudaban a los recién llegados, pero yo contaba con la ayuda de mi nueva amiga.

—¿En dónde nos sentaremos? —anticipé y sin regalarme respuestas verbales, tomó mi mano con fuerza y me llevó a toda velocidad hacia la zona cercana a los ventanales traseros.

—¡Este es mi lugar favorito! Siéntate a mi lado —ordenó.

Una vez que tomamos asiento, me sugirió comenzar por recordar algún platillo de la Tierra que me gustara mucho. Me recomendó tratar de enfocarme en el olor, el sabor, las sensaciones que me provocaba en la piel.

—Enlázalo con recuerdos de risas o de momentos de gran felicidad. Debes asegurarte de que así sea, porque si recuerdas momentos tristes o de miedo, la comida te saldrá horrible, insípida o con un sabor asqueroso; y créeme, borrarlo de tu paladar te costará algunas horas.

Cerré los ojos y me dispuse a imaginar algo rico, algo sabroso. Apreté los párpados contra los cachetes, aguardé un instante, entreabrí mi ojo izquierdo para husmear si había logrado conseguir algo, pero nada.

Hacerlo la primera vez fue complicado; miraba la mesa y ningún platillo aparecía, tomaba los cubiertos, los cambiaba de mano, me picaba con la triada puntiaguda del tenedor el filo de mi nariz, volteaba a ver a mi pequeña consejera y me apenaba cuando se reía de mí. Después de varios intentos fallidos, como corchea apareció el recuerdo.

Era un día de campo; corría entre los pastizales medio secos con pinceladas de florecitas blancas y amarillas, todas tan pequeñas como el tamaño de un botón de blusa primaveral. Bajo un árbol, se encontraba tendida una manta en la que mi madre y mi padre descansaban; se reían de mi baile por la naturaleza. Me acompañaba Metate. A Metate lo rescatamos en la carretera que lleva a nuestro paraíso un día de intensa lluvia. Habíamos pasado la mañana en el campo y salimos corriendo de ahí, pues nos sorprendió el aguacero cuando pintaba para ser un día perfecto de primavera. Seguro a él también le sorprendió y no le quedó más opción que resguardarse bajo el follaje de unos árboles que se formaban al costado del camino. Mamá le gritó a papá que frenara el coche. Como él hacía todo lo que mamá le indicaba, más rápido que el fin del grito de mamá, nuestro vehículo había detenido la marcha por completo y una estela con olor a llanta quemada entró por la calefacción.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora