Parte 14. Pequeñas revelaciones

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Sentada en aquella fina pieza de herrería, mi estómago suplicaba piedad ante un apetito espeluznante. Podría decir que mis intestinos habían levantado una pelea entre ellos, intentando cometer canibalismo. Estaba tan distraída, abrazando mis rodillas, que no me percaté de que una niña de unos seis años se había sentado a mi lado.

—¡Qué bonito brazalete! ¿Cómo lo conseguiste? —
—La verdad, solo me apareció. —
—Mmm... como a todas... —

A mil palabras por segundo, me explicó que a ella también, un día, le había aparecido uno. Señaló su delicado brazalete rosado.
—No me gusta su color, mira, rosa claro, pálido, como salchicha. — Dijo que quería cambiarlo y aún no descubría cómo. Mencionó que su color favorito era el azul y que preferiría tener un brazalete de ese color, como sus otras amigas.
—¿Has visto el lago? Por las noches toma un color azul marino, casi negro, y por las mañanas de cielo despejado, puedes reflejarte en su azul brillante. Por eso es mi favorito, me gusta el agua. —

También me contó sobre su edificio. Me habló de las tenues líneas rosas presentes por doquier y cómo estas la estaban volviendo loca. Se quejó amargamente del dolor de cabeza que le carcomía el alma con tan solo imaginar que llegaría a un edificio tan anticuado, día y noche, primavera y verano. Pero que, al final, tenía que lidiar con él.

Después de una amarga liturgia, cambió el giro de su conversación para presumir su itinerario del día. Hizo énfasis en lo mucho que le gustaba la sesión de autogestión del ser. Esa clase, en especial, captó mi interés, así que decidí preguntarle más sobre ella. Como era de esperarse, no discriminó su capacidad de dar explicaciones y crear narrativas.

—Justo esa es mi favorita porque me permite estar en paz con todos mis recuerdos. La maestra Juliett dice que, cuando nos graduemos de ella, podremos decidir dar el último paso. Yo ya quiero darlo; siento que este lugar ya lo conozco lo suficiente. Me gustaría saber qué hay más allá de la barrera y, de todas maneras, nunca voy a conseguir mi brazalete azul, ¿para qué me quedo? — Luego, como si de repente hubiera recordado algo importante, su voz bajó un poco y comenzó a hablarme de sus recuerdos.

—¿Tú tienes recuerdos? En los míos hay toboganes, columpios y parques. Me siento corriendo y tocando las plantas, sujetando a las hormigas entre mis dedos, siendo lengüeteada por un perro dorado y peludo del cual no sé su nombre. Hay muchas personas que se acercan y me dan abrazos cálidos y me aprietan los cachetes. ¿En tus recuerdos hay personas? ¿Las conoces? Yo no conozco ninguna cara. También me acuerdo de dormir entre los brazos de lo que supongo era mi mamá, lo sé por su olor. A veces veo una cosa que da vueltas y que emite una canción de cuna. También tengo otros más feos, que son con los que trabajo en la clase de Miss Juli. No me gusta todavía platicar de ellos, así que no te los contaré hoy. De hecho, no estoy segura de que algún día lo podré hacer, y si lo hiciese, ¿prometes que no te darán miedo como a mí? No me gustaría que te sintieras triste. —

Esta pequeña se había ganado en unos minutos mi corazón; era genial tener una nueva amiga, aunque un poco extraño por la diferencia de edad. Sin embargo, entablar una plática con alguien que no saliera corriendo apenas me acercaba era reconfortante. Me heló su último comentario sobre el miedo a su recuerdo, pero no quise derribar toda la carretera que ya habíamos construido. Nuestro momento era genuino, perfecto, no había por qué enterrarlo entrando a terreno árido. Le pedí que me contara más sobre sus amigas del lugar. Alardeó de tener muchas, sobre todo de brazaletes azules y rosas, aunque no le gustaba encariñarse con ellas porque no se quedaban mucho tiempo en La Estancia; conseguían pasar el cruce en meses, algunas en semanas.

—Tengo amigas en el edificio verde y varias con brazalete amarillo, unas poquitas en el turquesa, el naranja y el rosa fuerte, y del rojo, pues no tengo —cerró. No me extrañó que mi distinguido equipo de brazaletes rojos figurara en el último lugar de su lista de popularidad. Con esa forma de ser tan, pero tan peculiar (por no decirles insensibles) que tienen mis compañeras, lo sorpresivo hubiese sido que me dijera que conocía a alguna.
—Yo tampoco tengo amigas de mi color —advertí, como esperando que se arrepintiera de continuar su conversación con una perdedora.

Con desdén, le confesé que solo tenía una amiga (por llamarla así) que, además, no tenía brazalete, y probablemente esa mujer no sabía que la llamaba tal cual. Amiga. ¿Se puede ser amiga de alguien que no sabe que es tu amiga? Creo que el término requiere cierto pacto entre ambas partes; es algo de confidencia, algo mutuo. No puedes tener un perro que no sabe que eres su ama. Pero, para fines meramente ilustrativos, yo así definí a Magda en aquel encuentro con la pequeña de brazalete rosa.

Me ignoró por completo. Con la vista perdida hacia los árboles del sendero campestre, recolectó sus pensamientos y prosiguió sin pena con su monólogo sobre cómo conoció a cada una de las portadoras de brazaletes que llevaban el estandarte de amiga. Pasó por definir cuál era su lugar favorito de La Estancia, dio vueltas por mil datos curiosos sobre perritos y terminó con un breve ensayo sobre cómo podías manchar de verde las ropas blancas si tomabas equis o ye postura sobre la yerba y zonas arboladas.

Cuando deambulaba por el tema de los perritos, perdí su pista un tiempo al momento que festejaba tener algo en común con ella. Sí, amábamos a los perritos. —Para hacer una amistad duradera, solo necesitas una guía de la cual tirar; la nuestra serían los perritos —pensé. Yo, que no podía dejar de mirarla con asombro, me había olvidado de la guerra que se disputaba en mi vientre. Después de un breve e incómodo silencio, hubo otro cambio de tema drástico.

—Tengo hambre, pero no sé imaginar muchas cosas. Ya me he aburrido de todos mis recuerdos. ¿Tú tienes hambre? ¿Podemos intentar juntas un platillo nuevo? Anda, vamos a desayunar —.
Me intrigó lo que dijo sobre imaginar cosas, así que, previo a confesarle mi hambruna, indagué y ella se fue explicando durante el recorrido hasta el comedor.

Antes de cualquier cosa, me preguntó si ya había descubierto eso. Supe a lo que se refería, desde antes que mencionara la palabra "eso". Lo supe desde el día en que pisé las frías losetas del Edificio Central. Lo supe con el roce de la mano de Magda, con el ambiente del lugar, con el sol brillante de esa mañana. No sentí miedo, solo una extraña paz. Era como si todo lo que había vivido antes de llegar aquí se volviera menos real, como una película que alguien más había visto. Lo supe y ya. Pero esa fue la primera vez que expresé con seguridad y sin miedo que mi vida en la Tierra había terminado.

—Menos mal —murmuró restándole importancia. Me quedé mirándola, sin saber si debía sentirme aliviada o inquieta por su despreocupación. ¿Cómo podía hablar de algo tan grande con esa ligereza? Pero su tranquilidad parecía contagiosa, así que dejé que mis preguntas se quedaran flotando en el aire.

¿Cómo puedes restarle importancia a algo tan traumático? Ahora les diré que tal vez con paciencia. Pero ese día nos limitamos a seguir nuestro camino. Caminar con aquella hermosa fuente de luz fue gratificante y enriquecedor; me contó cómo es que ahora, en este estado, lo que llamábamos cuerpo se nutre de diferente forma que en la Tierra. La sensación de hambre que nos acosa es un reflejo de la ausencia, y nuestro desarrollo en La Estancia en parte consiste en encontrar la forma de reconciliarnos con los vacíos. Es por eso que, a medida que pasa el tiempo, los platillos llaman menos la atención; la sensación de saciedad está más presente en cada una de nosotras. Aunque prosigue lo más complicado: llenar esos pequeños huecos que se asemejan al antojo y que son difíciles de descubrir. Imaginen, es como cuando quieren comer algo, pero no saben qué, y van por ahí probando cosas, unas dulces, otras saladas, pero al final siempre permanecen las ganas de algo más, como si la última pieza del rompecabezas se hubiese extraviado. Con suerte, lo pueden descubrir después de darse atracones de nada.

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