Parte 13. Silencio

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La voz dulce de mi madre resonaba en mis sueños como un eco lejano, arrastrándome de vuelta a la realidad.

—So, es hora.
—So, habrá tiempo para más.
—Despierta, querida Sofi.
—So... —resonó nuevamente la voz dulce de mi madre.

Sentí ese tirón hacia la realidad y di un salto de la tina; la espuma ya había cubierto gran parte de mi cara y mis oídos. Por suerte, alcancé a identificar la voz emanada del despertador. Asumí mis responsabilidades como quien se limpia las lágrimas para ver con claridad y de frente a su mayor obstáculo, e inicié mi día. En mi caso, la mesita de trabajo montada en mi adorada habitación 31. Avancé al encuentro con mi itinerario y, como decía mi abue: "Que sea lo que Dios quiera". En la tableta se indicaban a detalle los talleres correspondientes del día. Intenté deslizar la pantalla de arriba a abajo para buscar algún mapa de ubicación; también recorrí los píxeles de izquierda a derecha, traté diferentes patrones de gestos con la mano, los dedos. Bloquear y desbloquear picando los pocos botones en los bordes del aparato, y nada.

—Como siempre, sin mapa —suspiré.

Me largué del cuarto sin mapa en busca de alguien en mi edificio que pudiera señalarme hacia dónde dirigirme. Una chica que estaba sentada en una sala roja colocada estratégicamente para disfrutar de una inigualable vista al horizonte parecía ser buena opción. Me senté a un lado de ella; la imagen del entorno era espectacular, unos cuantos edificios similares pero con los clásicos toques de diferentes colores brotaban entre las llanuras de La Estancia. Un lago rebotaba la luz de vuelta a su origen mientras era abrazado por un bosque imponente que soplaba neblina hacia el interior de su entraña. El cielo estaba despejado y el sol brillaba en un amarillo intenso; casi podían verse las llamaradas dirigiéndose hacia nosotras. La saludé con esa voz chillona que me sale de las cuerdas cuando me siento nerviosa, pero ella ni siquiera movió un músculo. Mi saludo quedó flotando en el aire, como un globo que pierde su gas poco a poco. Sentí un calor en mis mejillas. ¿Qué había hecho mal? Me pregunté si mi nerviosismo se había notado tanto que la había espantado, o si yo era invisible para ella, como para tantas otras aquí. Supuse que no alcanzó a escuchar mi intento de llamado, por lo que insistí una segunda vez; me aseguré de hablar más fuerte, me puse de cuclillas, apoyé mis manos sobre mis rodillas y, viéndola de frente, repetí mi pregunta. Me dirigió una mirada fría y perdida para después seguir entregándose a la majestuosa pintura que ofrecía aquel mirador. Tal vez era un mal momento, o tal vez solo era grosera como las demás. Ya me estaba acostumbrando a la indiferencia de mis compañeras. Tomé la decisión de retirarme ofreciéndole una disculpa, por si acaso fui yo la que, en mi intento de congeniar, había sobrepasado algún límite. Me marché.

Decidí alejarme, sintiendo el peso de su indiferencia como una piedra en mi estómago. Me dirigí hacia las escaleras, esperando encontrar un poco de alivio en el siguiente paso, en la siguiente esquina, pero, apenas avancé unos metros, otra chica se cruzó en mi camino. Estrellaba cuidadosamente su espalda contra la frágil pared que mantenía privados los dormitorios; enseguida apoyaba la nuca, provocando un sonido hueco tal vez relacionado con la calidad del material con que se habían construido los muros de la propiedad. A lo lejos parecía un juego, pero al aproximarme vi sus lágrimas viajando hacia el suelo, sentí los sollozos que desprendían sus labios rosados y el dolor que emanaba del tembloroso baile de sus pies al resbalar por las losetas del pasillo. Era un ir y venir; casi al tocar el suelo con sus glúteos, retomaba posición inicial y bajaba a golpes hasta tocar sus talones con las nalgas. No me animé siquiera a mirarla más de cerca; ¿quién podría robarle unos segundos a una mujer que tiene el infierno sobre sus hombros? Aceleré la marcha y adelanté el camino hacia las escaleras. Aceleré el paso, intentando escapar de la incomodidad de la situación anterior, pero el ambiente del lugar se sentía denso, como si cada pared murmurara secretos a mis espaldas. Cuando llegué a las escaleras, una nueva presencia me detuvo: una chica, sentada en el primer peldaño, cantando en voz baja. Su voz tenía un tono melancólico que parecía encajar con el extraño ambiente de este lugar. Me pregunté qué historia escondía detrás de esa melodía. Su voz parecía educada; tal vez conocía sobre el canto o era una muy buena aficionada. La melodía me sonaba familiar; seguro la habría escuchado en algún viaje con mis padres, tal vez en algún comercial de radio o en las redes sociales. Aunque ella parecía más amigable y podría jurar que si intentaba hablarle me contestaría, no poseía la furia suficiente para invertir mis preguntas en su espectro energético; ya me había llevado tantas penas que otra más terminaría por hundirme en mi cama.

Seguí.

Casi al salir del edificio, un grupo de niñas murmuraba entre ellas con el volumen que se le otorga a los secretos. Me acerqué, zancada tras zancada, cuidando mi respiración, controlando mis emociones, como lobo cazador que pasa desapercibido ante su presa. Cuando estaba a punto de llegar, corrieron despavoridas en diferentes direcciones. A esta loba se le escabulleron sus berrendos.

—¿Qué le pasa a esta gente? —mi mente ya odiaba el comportamiento tan mezquino de mis vecinas.

A los pies de mi edificio encontré una banca metálica. Negra, amplia y sutil. Versátil y elegante, con barrotes planos y bien definidos. Fondeada a la perfección, con una pintura pareja y perfectamente aplicada. Mojada aún por el sereno de la noche, fría e incómoda. Las bancas siempre tienen algo de especial, un aire de confidencia y destino, como si fueran el escenario perfecto para los momentos importantes de la vida. Me pregunté si, al sentarme en esa banca, también encontraría una especie de respuesta o sentido en este caos. Hay quienes han experimentado el preámbulo de su próximo trabajo. Hay escritoras que comenzaron su carrera después de haber sido corridas por su patrón del periódico y, con un quiebre maravilloso, encontraron respuestas con las enaguas sobre la banca del parque. Algunas personas han recibido también la peor noticia de su existencia en una de ellas. Quien ha conocido a un amigo o amiga fiel, o quien entra en razón sobre un problema que se ha manifestado a lo largo de su vida. Mi tiempo de banca estaba ahí, frente a mis ojos.

Me senté, dejando que el frío del metal se filtrara a través de mi ropa, esperando que el universo, o quien sea, respondiera a mis preguntas. Tal vez, solo tal vez, esta banca fuera el inicio de algo que aún no podía comprender. Y en La Estancia, como lo que manifiestas es, entonces, queridas, lo tuve.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora