Parte 22. Datos duros.

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Las palabras de Magda resonaban dentro de mí, como el eco en una casa vacía. Así me sentía en ese momento: vacía. Una casa limpia, con paredes y azulejos blancos, sin muebles, sin vida. Vacía. Sana, en paz conmigo misma, pero vacía. Y me preguntaba, ¿seguiría enferma? ¿Seguiría rota? A pesar de todo lo que había hecho, de mis esfuerzos por ser una mujer de bien para otras mujeres, seguía sintiéndome incompleta. Entonces, ¿qué debía hacer?

Tenía dos opciones claras que se anteponían a cualquier otra idea, como dos caminos inevitables. Podía regresar a la Tierra, pero ¿a qué Tierra? Una donde regresaríamos a un régimen conservador, donde nos obligarían a vivir detrás de la figura de un hombre, donde salir a la calle sola sería peligroso, donde para todo necesitaría permiso: para publicar un libro, para practicar un deporte, para hablar, para ir al baño. Esa Tierra la conocía por otras culturas y algunos relatos que mi abuela me contaba cuando era niña. Historias de tiempos en los que las mujeres eran de la casa, de los hijos, y si no, se les llamaba "machorras" o "quedadas". ¡Qué miedo! Yo no quería vivir ahí.

La otra opción era ser parte de una administración que promoviera esas mismas actitudes que yo tanto despreciaba. Un futuro en el que las cosas que no quería para mí serían el estándar. Qué horror. Claro, también estaba la opción del Plano Maestro, pero ¿qué sentido tendría irme sin haber experimentado nada? Sin emoción, sin plenitud. ¿Me recordarían mis familiares? ¿Mis amigos? Tal vez, pero ¿por cuánto tiempo? Yo apenas podía recordar a los hermanos de mis abuelos, ¿por qué alguien recordaría mi nombre más allá de un par de generaciones? Quizás mis primos les contarían a sus hijos sobre mí, pero ¿qué rostro pondrían a mi nombre? ¿Tendrían alguna foto mía para mostrar? ¿Deo me recordaría? No lo creo. Él tiene derecho a rehacer su vida y olvidar lo que alguna vez vivimos.

Un día, en el que el clima era envidiable, decidí pasear por la presa de memorias no deseadas, buscando reencontrar mi alegría. Desde la última conversación con Magda, había hecho de esa caminata un hábito, sobre todo a las ocho de la noche, cuando se liberaban las compuertas y las luminiscencias de recuerdos fluían como un río hacia el lago. Para mi sorpresa, ahí estaba Magda, apoyada en el barandal blanco del mirador, inclinada peligrosamente hacia adelante, como si estuviera jugando con el borde de lo permitido, o con la idea de dejarse llevar por la corriente.

Me acerqué despacio, pero la asusté sin querer. Dio un pequeño grito y casi perdió el equilibrio. Se llevó una mano al pecho y, al reconocerme, suspiró con alivio. Sus ojos, siempre tan hipnotizantes, estaban sombreados por ojeras oscuras, y su expresión denotaba el insomnio de varias noches. No le pregunté si estaba bien, era obvio que no lo estaba. Y tampoco me lo preguntó a mí. Ambas sabíamos la respuesta.

—¿Qué puedo hacer por ti? —, sabía que ofrecer mi ayuda era lo único que podía hacer en ese momento.

Magda soltó una risa amarga.

—Tal vez podrías darnos el voto que nos falta para continuar con La Administración — con una ironía que me resultó dolorosa me contestó. Yo sabía que la votación sería al día siguiente, pero no tenía ni idea de cómo funcionaban esas elecciones. Había estado tan concentrada en mis propios itinerarios, en soltar memorias por las noches y vagar sin rumbo, que no había prestado atención a nada más.

—¿Y qué haría yo, Magda? Para mí ya no hay nada —le respondí, con una mezcla de frustración y resignación. Mi desdicha la sentía en parte culpa suya. Si no fuera por ella, tal vez estaría perdida en mi tragedia, sin necesidad de cargar con todas estas preguntas. Quizás sería uno más de los brazaletes rojos, sentada en algún rincón, chocando mi cabeza contra la pared o amarrada a una cama.

Magda no lo entendió del todo.

—Las reglas son claras, Sofi. También me molestan, pero son parte de la democracia que merecemos — pensando que mi enojo tenía que ver con la política fue muy directa. No supo ver que mi ira estaba dirigida hacia ella, esa mujer brillante que un día me dio esperanza, y al siguiente, me la arrancó sin previo aviso.

Magda comenzó a explicarme el proceso, pero mi cabeza estaba en otro lado, intentando seguirla sin perderme. Me hablaba de cómo las consejeras, guías y vocales se encargaban de entregar informes cada tres meses, donde detallaban lo que hacíamos, cómo nos comportábamos y qué tal íbamos con los objetivos de La Estancia. Luego, esos informes eran revisados por delegadas de otras Estancias, algo así como auditoras externas, para asegurarse de que todo se hacía de manera imparcial y sin favoritismos. Si algo iba mal, la presidenta tenía que ir personalmente a dar explicaciones ante La Orden, como una especie de rendición de cuentas.

Intentaba concentrarme en lo que decía, aunque no podía evitar que mi mente se desviara cada tanto.

—Esta vez la situación es tensa. El futuro de las generaciones por venir está en juego. Los últimos cuatro reportes fueron negativos, y el aumento de pasantes en La Estancia es una señal clara de que algo no está funcionando bien.

Mayra tuvo que presentarse ante La Orden para explicar la situación, algo que no había pasado en más de cien años. Por eso, el comité electoral que formaron fue más estricto que nunca, lleno de delegadas vinculadas al Frente Conservador.

—El comité electoral es duro, Sofi —dijo, su tono revelando su preocupación—. Está compuesto por cuatro consejeras o guías que reciben el nombramiento de delegadas, elegidas por su destacada participación en inteligencia, esperanza, amor y valentía. También se elige a una vocal, que representa a las pasantes, aunque rara vez su voto es considerado, porque casi nunca se convoca a quórum suficiente.

Magda hizo una pausa y luego me explicó sus sospechas.

—Siento que las delegadas en inteligencia y amor fueron colocadas por La Orden para devolvernos al régimen anterior. Las he visto reunirse con las conservadoras, hablando sobre el incremento de brazaletes rojos y sobre la "preocupante" población creciente en La Estancia. La delegada en inteligencia es particularmente astuta. Siempre se pasea con gráficos y comparativas de años previos, defendiendo lo que muestran los números.

Me imaginé a esa mujer, caminando por los pasillos con sus estadísticas y gráficos en mano, justificando con números lo que para nosotras era mucho más que cifras. Magda la describía como alguien que solo creía en los datos duros, y desconfiaba de las ciencias humanas, considerándolas "bolsas agujereadas para el tiempo".

Los hechos comprobables, según ella, eran los únicos que importaban. Y en ese momento, tuve miedo de lo que los números podrían hacerle a nuestro futuro.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora