Parte 16. Aspiraciones

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¿Alguna vez han querido ser como alguien más? No porque lo que son no sea suficiente, sino porque a veces parece que nunca es suficiente. Como si no pudieran pertenecer del todo al lugar donde están, como si quisieran cambiar de vida. No toda la vida, claro, pero sí algunas partes: ser más graciosa, más alta, más compasiva, más hermosa, más talentosa, más suficiente. Hacer algo más que cosas vagas. Componer una melodía que haga llorar, tomar una fotografía que gane un Pulitzer, diseñar las campañas publicitarias que todo el mundo vea. Tener más dinero, tanto como para repartirlo entre quienes lo necesitan, para comprarles ropa, abrigos, comida; para darles educación y acercarlos a la cultura.

Querer saber de medicina, para curar a los enfermos; o aunque sea un poco de biotecnología, para inventar la cura de los males que azotan a tantas familias en el mundo, o en Latinoamérica, o en México, o aunque sea en San Juan. Tener hectáreas de tierra para rescatar a los animales desprotegidos, los que recorren las carreteras esquivando coches, casi rogando que alguien los salve de ser atropellados por camiones gigantes o autos deportivos que pasan como si no hubiera mañana. Apoyar causas justas, difundir la literatura, el arte. Enseñar deportes.

A veces pienso que, para hacer todas esas cosas, tendría que nacer de nuevo... o eso pensaba yo. No contaba con la astucia, los contactos, los recursos, ni siquiera la desfachatez para ser una de esas chicas que mueven masas. No me gustaba mi yo; me sentía tan pequeña, no hacía ni tenía lo necesario para pasar del verbo al acto. No como las mujeres que admiro, esas que parecen poder inventar máquinas, dar, dar y seguir dando. Como Magda, que de repente se coló en mi lista de "ellas" y quizá se convirtió en la más importante.

Magda me inspiraba a ser mejor persona (o pasante, o espíritu). Quería ser como ella cuando envejeciera; que la ropa me quedara como a ella, que las palabras brotaran de mi garganta como lo hacían de la suya, sin esfuerzo, sin miedo. Quería que mis ojos transmitieran esa calma que solo ella tenía, que pudiera ser paz para alguien en un lugar vertiginoso como La Estancia. Todo aquello era luz y sombra, era mi deseo y mi exigencia. Trabajar en mí, esforzarme, para que algún día pudiera ser para alguien lo que ella era para mí.

Después de nuestra charla en el comedor, me quedé sola con mi sándwich, ese apelmazado blanquecino que fue mi primera creación en La Estancia. Dando pequeños bocados, cerré los ojos, tratando de recuperar el recuerdo que había empezado a emerger esa mañana. Necesitaba saber qué pasó con la Sofi del pasillo en El Porvenir. ¿Fue el intendente, con sus herramientas, llevándome a algún lugar oscuro? ¿O fueron los abusadores de la escuela, empujándome hasta que mi cráneo chocó contra el filo del último escalón?

—Aparece, por favor —me repetía. Después de unos cinco llamados y un inminente bruxismo, pude adentrarme en mi memoria, su voz apareció para retomar el recuerdo del baño. —Hola, Sofi, cuando camines trata de hacerlo en el mismo sentido al que ven tus ojos —y una risa burlona me hundió en llamas. —¿Te ha gustado mi sorpresa? — Así iniciamos otra aventura por las aguas de la memoria.

Las ganas de morirme reaparecieron por enésima vez en aquel primer día de mi historia hacia la desgracia. ¿Cómo se puede manejar tanta vergüenza en tan poco tiempo? No me quedó más que asentir y utilizar el recurso de la risa tímida como agradecimiento, a lo que continuó: —Me ha dicho un pajarito que la dejaste debajo de tu pupitre. Me gustaría pensar que la has olvidado, por si es así decidí traerla. No creía que podía haber olvidado su detalle en el salón. De todas las cosas que pude haber olvidado el día de hoy, la flor tuvo que ser la ganadora. Tomé la manualidad y de paso el timón de la conversación, buscando una salida del enredo. —¿Quisieras acompañarme a mi clase? —le pregunté.

Yo, que me pongo nerviosa en los silencios de las conversaciones, usualmente termino por hacer algún ofrecimiento sin sentido o, peor aún, expresando mis verdaderas afecciones y compulsiones ante algún comentario previo. Con esa pregunta quedaron exhibidas ambas. Primero, ¿quién en pleno uso de sus facultades mentales quiere acompañar a alguien a su práctica de baile? Y segundo, ¿quién en su situación de novata en las artes del contoneo invitaría a su amor platónico a verla hacer el ridículo?

—¡Claro! —contestó sin dudarlo. Maldecí haber extendido aquella invitación. Para mi fortuna agregó que tenía práctica de deportes. —Orangután —me hice el apunte en forma de broma. —Pero la invitación queda para otro día, ¿no? —coqueteó. Deo quería dejar abierto el pase para otra ocasión que fuera más conveniente. Eso sí, tomó mi mochila y se pegó a mi lado cual garrapata. La caminata se nos fue en un parpadeo. No estoy segura si se daría cuenta de que a su lado me sentía la más afortunada de la secundaria, pero lo dejé en claro cuando llegamos al salón donde se imparte el taller de baile. Me despedí de él dejándole un beso en la mejilla derecha, ¿que cómo me atreví? Buena pregunta, pero tartamudeé mientras le decía que lo vería luego, cuando fuera más conveniente.

—Más pronto de lo que crees —contestó, alardeando su presea, rebotándola entre un gesto maquiavélico que dibujaron sus cejas.

En ocasiones los hombres son tan macabros. Tal vez sea por la fama que se han encargado de construir a lo largo del tiempo que ya estamos predispuestas. A veces sus palabras, aunque vengan del amor, te advierten que son natos cazadores, depredadores de lo que sea que les atraiga en destino. Saben que si la presa es fácil, pueden dejarla ir; aun así, algunos van por ella y son despiadados. Cuando la presa es difícil, pareciera motivo suficiente para incrementar su insistencia. Se enfocan en pulir sus habilidades, van y van y no descansan hasta conseguir su objetivo. Si no lo consiguen, siempre encuentran una forma de salir ilesos. Aun así, algunas vamos como mosquito ante la luz, ensimismadas por el brillo que emanan, deseando ser cuidadas, deseando ser protegidas.

¿Pero acaso no son tiempos en que nosotras hemos desenmascarado nuestra suficiencia? No necesitamos ninguna figura que nos cuide, sea hombre, mujer, perro o extraterrestre. Ahora nos sabemos fuertes, capaces. Ya los discursos de nuestras antiguas guías han quedado en la lona del debate, ya no necesitamos nada, ya no necesitamos a nadie. Pero ahí vamos con el instinto a flor de piel, seguimos soñando con nuestro complemento, nuestra media naranja. Seguimos queriendo unos brazos fuertes, un torso atlético y sano, un hombre ambicioso y aventurero. Inteligente y tenaz que sea digno de merecernos. Tal vez ahí está el problema: no somos ni trofeo ni galardón, ni ellos competidores.

—¡So! ¿Vas a entrar? —La voz de Arantxa, mi maestra de baile, flechó mi tímpano. Reaccioné. Deo ya no estaba.

—Perdone, miss, ya voy. Perdón.

Y sí que la pena habitaba en mí, no obstante dejé a Deo irse sin darle una palabra, o si lo hice, quién sabe con qué cara le dije adiós. Estuve ahí parada en la puerta del salón, sabrá Dios cuánto tiempo antes de que la voz de Arantxa me despabilara de mis ideas, de aquel soliloquio filosófico que desenredé en mi mente y llevé hasta lo más recóndito de la introspección. Al interior de la sala ya me esperaban los clásicos gritos burlones de mis compañeras. Mientras estiraban, me parecían bellos gansos graznando, siendo perfectas, alcanzando la punta de sus pies con el codo, con las piernas abiertas chocando el coxis con el suelo. Otras en la barra haciendo una T intachable, como de la Paris Opera Ballet School. Pero graznando. —Bellas presas de cazadores furtivos, ya caerán —me burlaba la cabeza.

Sus alaridos ya no me afectaban después de haberlos sintonizado todo el día, el sonsonete ahora se me antojaba de lo más anticuado y tradicional. Dejé mis cosas cerca de una esquina próxima a la puerta del salón. Mi mochila al suelo, mi bolsa de la ropa también, saqué mi botella de agua para tenerla al alcance de mis manos y me incorporé un poco lejos del grupo. Aunque era de las grandes de secundaria, aún no tenía amigas cercanas como para compartir estiramientos. Calenté torpemente, me estiré aún más, mi torso era débil y mis articulaciones rígidas como témpanos. Minutos más tarde empezamos con la canción que veníamos ensayando desde comienzos de curso, una versión atrevida que presentaríamos en el festival de Día de Muertos del Instituto. Arantxa, emocionada, hablaba de la presentación con todas las maestras. También tenía sus dudas sobre el vestuario, la letra, la intención del acto. Tal vez temía perder su trabajo; aunque era joven, San Juan no se distinguía por ofrecer grandes oportunidades laborales a las personas que se profesionalizaban en el arte.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora