Parte 3. Habitación 31

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El brazalete me apretaba un poco, pero no tanto como para resultar incómodo. En la parte exterior tenía un grabado que indicaba: «piso C, habitación treinta y uno». En su parte interna relucía con discreción el escudo de La Estancia, con todo y su lema. El material parecía muy resistente; traté de deslizarlo por mi mano para quitarlo, pero no conseguí estirarlo lo suficiente como para pasar más allá de un tercio de la palma. Admito que, por frustración o simple curiosidad, le di un pequeño mordisco. Su sabor era tan asqueroso como esperaba.

Llegar al edificio rojo no fue fácil. Aunque parezca absurdo, quienes diseñaron el lugar olvidaron poner mapas como los de los centros comerciales. Sumado a mi delirio adoctrinado por la experiencia con las demás mujeres en el Edificio Central, no me sentía cómoda para dirigirle la palabra a ninguna de las que me topé en mi camino. Así que, escuchando a mi instinto explorador, decidí apresurar el paso hacia lo que, a mi parecer, tenía más sentido: tomar el pasillo grande y adentrarme en la zona de edificios de colores. No es por presumir, pero eso de los instintos se me da bastante bien; tengo cierta habilidad para desconfiar de las personas adecuadas, para intuir momentos peligrosos y para elegir los mejores platillos. Pero en aquella ocasión, minutos después de iniciada mi caminata y habiendo dejado atrás el edificio azul, el verde y el amarillo, comencé a desconfiar de mi decisión.

Hice una pausa en un bebedero para recargar energía. El sol, aunque no era muy intenso, levantaba en el ambiente una elevada humedad abrasadora que ayudaba a las zonas vegetadas a llenarse de bellas plantas multicolor que se proclamaban embajadoras de la naturaleza del sitio y, a nosotras, nos dejaba sudando la gota gorda y con un gran dolor de cabeza si no conseguíamos una buena sombra. Abrí la llave para empapar mi cara con la refrescante corriente de agua cristalina que se asomó por el orificio. Tomé un poco del líquido con mi mano preferida y lo llevé hasta mi cabello, solté mi coleta y la volví a ajustar, pero ahora sin tanta presión para que no incrementara la sensación de estirar los extremos de mis ojos.

Estando a punto de tomar un poco más de agua, llamó mi atención una joven que, al pasar corriendo por un lado, precipitó una ráfaga de viento contra mi brazo; apenas distinguí el brazalete rojo en su muñeca. Esta vez no me congelé; todo lo contrario, sabía que era mi oportunidad y que ella podría dirigirme a nuestro edificio. Así inicié el maratón. Corrimos entre pasillos y pastizales, atravesamos los arroyos pequeños, ignorando los puentes y entregándonos a la corriente apenas fugitiva. Grité para detenerla, pero ella no atendió a mis llamados; debía seguir su paso o perder mi oportunidad.

Correr nunca fue lo mío, y mis tobillos me lo recordaron. Antes de los primeros 500 metros recorridos, me quedé atrás, mordiendo el polvo. Me vi atrapada en una zona boscosa, más allá del desarrollo, sin sendero que seguir, con mis instintos tambaleantes, mis tobillos adoloridos, el cansancio de mis rodillas y el polvo crujiente entre mis dientes. Juntos, de alguna manera, debíamos descifrar el camino correcto a la habitación hasta ese momento imaginaria. Después de un par de horas más caminando y a poco de caer la noche, logré distinguir las farolas que destellaban en el horizonte. —Ahora sí, ¡de vuelta al camino, Sofía! —

Hice a un lado las intrépidas ramas que impedían el libre paso, pateé con determinación las piedras que se atravesaban por el inexistente sendero y, así, a marcha moderada, terminé tocando nuevamente terreno conocido.

Cuando me reencontré con el sendero que me llevaría minutos después al tan anhelado edificio rojo, me sentí soñada, pues desde aquel punto se podía observar al gigante con detalles color granate que se encontraba justo unos cuantos metros más adelante, entre un par de caminos de piedra. Pasé más bancas y bebederos, pero ya no me importaban; solo podía pensar en llegar a mi habitación, quitarme los botines y echarme en la cama a tomar una siesta.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora