Parte 9. Instituto Porvenir

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Los primeros días del regreso a clases fueron los más difíciles; fue cuando mis caminos me enfrentaron a nuevas barreras que se iban incrementando en nivel de atrocidad. Eso hasta unos días antes de cumplir mis 15 años. Lo recuerdo bien: un 28 de septiembre. Deo, mi amor platónico desde cuarto de primaria, había dejado sobre mi pupitre una flor azul hecha de papel maché. Mi corazón latía con una mezcla de alegría y miedo, temerosa de que este gesto tan pequeño pudiera desatar algo mucho más grande en mi interior; fue la muerte de una idea y el nacimiento de una realidad. Deo robó aquel detalle de un evento que montaron las maestras de mi escuela para celebrar el sexagésimo tercer aniversario de nuestra casa de estudios. El auditorio, decorado con flores de papel y alegorías, reflejaba la esencia del lugar donde mis padres, mis tías y ahora yo misma habíamos vivido tantas historias. Ese día se proyectó un video con testimonios de egresados que hablaban de los valores que el Instituto Porvenir, una escuela católica liderada por las monjas Adoratrices de la Perpetuidad de los Ojos de María Inmaculada, había dejado en ellos.

El Instituto siempre ha sido más que solo un lugar de estudios; es el lugar donde se entrelazaron las vidas de mi familia y donde, en tercero de primaria, me convertí en merecedora de la beca de excelencia, permitiendo a mis padres darme lo que ellos llamaban "una buena educación". Todavía no sabía qué quería estudiar, ni dónde, pero ya coleccionaba méritos, como si eso pudiera darme alguna certeza en un futuro incierto. Para mis padres y mi tía, el Instituto también fue su escenario de vida. Recuerdo cuando mi tía, en una pijamada, me confesó entre risas que mis padres me concibieron allí, en un auditorio aún en construcción, un año después de que nacieran los gemelos. Se escabullían en los recreos, imitando las escenas de romance que se ven en las series españolas. Aunque mamá nunca lo ha reconocido, su silencio, cada vez que le pregunto, es suficiente para dar crédito a las palabras de mi tía.

El Instituto había sido también un refugio para aquellos que no tenían más que su propio futuro por delante. Papá, por ejemplo, fue uno de los niños del Orfanato Santa María del Mexicano. Gracias a un programa piloto desarrollado entre el Instituto, el gobierno y una organización social sin fines de lucro, se les otorgaba educación gratuita a todos los niños del hospicio.

Papá nunca habla mucho de su familia; solo sé que fallecieron en un accidente automovilístico cuando él aún estaba en el vientre de su madre. Su vida fue un milagro: rescatado de entre los fierros retorcidos de un camión que perdió los frenos en la infame "Bajada de la Muerte", el tramo carretero entre San Juancho y Querétaro. Los rescatistas lo detectaron y los doctores lograron salvarlo, aunque sus padres no tuvieron la misma suerte. Nunca he sabido cómo terminó en ese lugar, ni por qué ningún familiar reclamó su custodia. Es un tema que apenas toca; se le llenan los ojos de lágrimas, aprieta los labios y traga saliva. Mamá siempre lo rescata, desviando la conversación hacia otros puntos más lejanos y ajenos.

La niñez de mamá se acuñó dentro de una familia más pobre que adinerada. Tal vez un poco más pobre que la clase media, es decir, no viajaban una vez al año a la playa, ni cada dos, ni cada tres. Solo conocía países ajenos al suyo por la televisión. No solían frecuentar restaurantes, iban al cine una vez cada seis meses y metían de contrabando golosinas en la bolsa de abue para no caer en la tentación de las sobrevaloradas palomitas de maíz y el refresco de máquina sin gas que esos comercios te ofrecen a cambio de tu alma. La ropa se compraba solo en navidades y se compartía entre ellas. Tuvieron juguetes, pero no tantos. Su casa, a la que seguimos llamando hogar, no es muy grande ni muy chica. Le hace falta mantenimiento en algunas zonas donde se junta la humedad; de los baños puedo decir que solo sirve uno, el otro lo utilizamos de bodega. De este mismo, para que se den una idea sobre su aspecto, basta mencionar que después de cada uso hay que levantar la tapa del tanque, sumergir el brazo en el agua y tirar manualmente de una cadena oxidada que habita en la zona baja del depósito. Todo este lío para poder desalojar las aguas servidas hacia el sistema de drenaje de una colonia ni muy vieja ni muy nueva. Sin casetas de seguridad, sin cámaras de videovigilancia, sin guardias dando rondines en su bicicleta o scooter eléctrico. Eso sí, con muchas lonas de un programa llamado "Vecino Vigilante", en el cual el gobierno gastó su buen dinero para dar capacitación a la Asociación de Colonos. En aquellos cursos los prepararon para actuar en casos de emergencia, robos o presencia de la delincuencia organizada. Aunque de esa remota y bienintencionada intervención pública, la verdad es que solo nos quedan las lonas ya medio despintadas por los efectos de la luz del sol y las tempestuosas lluvias de mayo. Unos las usan para proteger la pintura de sus autos o abrigar a sus mascotas del sol violento de San Juancho; otros, pues solo las dejaron ahí puestas como ornamento urbano clasemediero.

Nuestro hogar de fachada decadente es uno de los pocos bienes que mi abue y mi abuelito, los papis de mamá, nos dejaron. De mis abuelitos les puedo contar que nacieron en una comunidad llamada Cerro Alto, de la cual migraron jóvenes para encontrar mejores oportunidades. Así llegaron a San Juan; aquí, mi abuelito conocería a Zachary Washley, un estadounidense adinerado que transportaba productos desde México hasta la parte norte de Estados Unidos y quien se lo llevaría tiempo después a desempeñarse como trailero, trabajo que le llenaría de dichas durante unos veinte años. Ganaba bastante bien en comparación con los salarios ofrecidos aquí en el país por trabajos similares, mucho de ello provocado por el cambio de divisa en las remesas que nos mandaba desde el gabacho, como le llamaba mi tía. Gracias a don Washley y a la oportunidad que le dio de transportar los productos de su empresa por todo el norte, mi abue pudo construir nuestra casa, mi mami y mi tía estudiar hasta terminar la preparatoria, y los gemelos y yo cuando menos hasta mediados de primaria.

Tierra en la miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora