Capitulo 23

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Arthur.

Recuerdos.

Estábamos en las caballerizas, como todos los días después de almorzar, observando cómo los trabajadores cepillaban a las yeguas. El aroma del heno y el sonido de los animales me resultaban reconfortantes, como si el mundo fuera más simple en esos momentos. Me quedé mirando a mi caballo, mientras relinchaba y sacudía su cabeza, como si intentara sacarse el polvo del día.

Decidí salir a caminar un rato por el campo. El sol estaba en su punto más alto, y el cielo, despejado, se reflejaba en el riachuelo que corría a lo lejos. Desde donde estaba, podía ver a mi nana Lucrecia, quien, como siempre, estaba dando de comer a las gallinas. Ella era como una madre para mí y mi hermano Enzo; cuidaba de nosotros con una paciencia infinita, aunque no siempre lograba controlarnos.

—¡Arthur Arthur! —escuché mi nombre, la voz inconfundible de Enzo.

Me di la vuelta y lo vi asomando la cabeza detrás de una de las casetas, con una expresión traviesa en el rostro.

—¿Qué pasó, Enzo?

—Vamos al río, hermano. ¡Vamos a pescar!

Sabía que siempre tenía algo en mente, algún plan que inevitablemente nos metería en problemas.

—¿Pescar? Pero si nos pueden regañar —respondí, tratando de sonar sensato.

—No le vamos a decir a nadie —replicó con una sonrisa que, aunque me incomodaba, también me resultaba contagiosa—. Anda, no seas aguafiestas. El clima está perfecto, y seguro que encontramos algo interesante. Vamos, sólo será un rato.

Suspiré. Enzo siempre lograba que lo siguiera en sus travesuras. Tenía esa habilidad de convencerme de hacer cosas que sabía que estaban mal, pero… él era mi hermano. Y aunque tenía dudas, no podía evitar quererlo y seguirle la corriente.

—Está bien, pero si nos descubre la nana, nos va a reñir.

—No nos va a descubrir —dijo Enzo con una sonrisa de lado —. Vamos a despistarla primero.

Salimos de las caballerizas asegurándonos de que Lucrecia no nos viera. Caminamos hacia el río, donde, para mi sorpresa, había un pequeño bote amarrado a la orilla.

—¿Cómo conseguiste esto? —le pregunté, frunciendo el ceño.

—Es el bote que usan mamá y papá cuando quieren cruzar al otro lado —respondió, encogiéndose de hombros como si fuera lo más normal del mundo.

Miré al río, más allá del cual se encontraba la hacienda de nuestros vecinos. Sabía que no debíamos cruzar, pero la curiosidad comenzaba a invadirme.

—¿Qué hay al otro lado? —pregunté, sin poder evitarlo.

—No lo sé —respondió Enzo, su tono lleno de emoción—. ¡Vamos a descubrirlo!

—Pero… es propiedad ajena —traté de objetar.

—¡No va a pasar nada! —insistió—. Sólo será un ratito. Vamos a pescar primero, y luego cruzamos. Nadie lo sabrá.

Mi instinto me decía que no debía hacerlo, pero, como siempre, cedí. Subimos al bote, y comenzamos a remar. El río estaba en calma, y el sonido del agua golpeando suavemente el bote era casi hipnótico. Mientras remaba, Enzo soltó los remos de golpe.

—Hazlo tú, estoy cansado —me dijo, recostándose en el bote.

—¿Qué? ¡Pero no puedo hacerlo solo! —protesté.

—Deja de quejarte, Arthur Siempre te quejas de todo. Hazlo, y luego, si quieres, lo haré yo.

Frustrado, agarré los remos y comencé a remar más rápido. El sol seguía brillando intensamente, y el río parecía interminable. Poco a poco, comencé a sentirme desorientado.

La niñera de las hijas del CEO: Arthur Zaens. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora