Capítulo XII

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Encuentro

Pasado

Una tarde, hace 10 años, una fría tormenta cubrió Mondstadt, la lluvia golpeaba las ventanas del Viñedo el Amanecer, y el viento aullaba, haciendo eco en el silencio del campo. En ese caos, Crepus escuchó un suave golpe en la puerta, un sonido que se perdía entre el estruendo de la tormenta y en medio de ella el pelirrojo se encontró con un pequeño niño. Su corazón se detuvo un instante al ver al pequeño totalmente empapado y temblando.

Un parche cubría un ojo, mientras que el otro brillaba con una tristeza profunda, perdida entre lágrimas y lluvia. Su cabello azul oscuro, pegado a su frente, el pequeño ante la mirada de Crepus solo pudo abrazarse a sí mismo.

—¿Estás bien? —preguntó Crepus, agachándose para quedar a la altura del niño. Su voz era suave, casi un susurro, cargada de la preocupación de un padre—. ¿Dónde están tus padres?-

El pequeño no respondió, tenía su mirada perdida en el suelo, y eso hizo que el corazón de Crepus se llenará de una mezcla de compasión y angustia. Sin pensarlo dos veces, extendió su mano hacia el niño, entrelazando sus dedos con los de él, cálidos y firmes.

—Ven, entremos —dijo, guiándolo hacia el interior, donde el calor del hogar le prometía un refugio. Mientras cruzaban el umbral, el niño sintió un rayo de esperanza; quizás allí podría estar a salvo.

Al entrar Crepus dejó al niño en el salón frente a la chimenea mientras él iba por una toalla y daba la orden a su ama de llaves Adeline de que prepare el baño para el pequeño.

Mientras Crepus observaba al niño, sintió que no era un simple huérfano perdido en la tormenta. Había un misterio detrás de su llegada, pero no era el momento de interrogarlo. Aquel niño necesitaba un refugio.

Una vez el pequeño estaba seco y cómodo, lo guiaron hacia el gran salón. Adeline le ofreció galletas recién horneadas y una taza de leche caliente. El ambiente se volvió más acogedor y por un momento, el niño se sintió como si perteneciera a aquel lugar.

Fue entonces cuando el sonido de la puerta principal se abrió con un chirrido, y la pequeña figura pelirroja de un niño, con las mejillas infladas de frustración, apareció en la entrada, acompañada de un chico de apariencia juvenil peligris (ambos desconocidos a los ojos de Kaeya), quien cerraba un paraguas mojado, la voz alegre de un niño, llenó la casa.

—Papááá, ¡nos mojamos! —se quejó el niño al abrazar las piernas de su padre, sin notar la presencia del recién llegado al principio. Pero al girar la cabeza, sus ojos carmesíes destellaron con curiosidad—. ¿Eh? Papá, ¿quién es él? —preguntó mientras señalaba al peliazul.

Crepus sonrió y se inclinó, acariciando la cabeza de su hijo. —Diluc, este es un nuevo amigo —dijo con suavidad, pero sin revelar mucho más—. ¿Por qué no lo descubres tú mismo?- el adulto tenía esperanza de que el pequeño niño se llegara a abrir con su hijo.

El pequeño Diluc, con su característico entusiasmo y bondad, se acercó a Kaeya con una sonrisa que fácilmente derritió la frialdad del ambiente. —¡Hola! Soy Diluc Ragnvindr. —Extendió la mano con toda la confianza del mundo—. ¿Cómo te llamas?

Los ojos del niño azul se encontraron con los suyos y, tras una vacilación, murmuró en voz baja: —Kaeya... —Una palabra tímida, pero cargada de un peso invisible.

Diluc lo miró fijamente por un segundo y luego rompió el silencio con una risa suave. —¡Qué bonito nombre, Kaeya! —dijo genuinamente, lo que pareció encender una chispa de calidez en los ojos del recién llegado.

Y antes de que Kaeya pudiera procesar la situación, Diluc lo tomó de la mano. —¡Ven! —dijo, tirando de él—. Tengo una habitación llena de juguetes, ¡te va a encantar! —La alegría y la inocencia en la voz de Diluc eran contagiosas.

Crepus observó a los niños desaparecer por el pasillo hacia la habitación de su hijo. Aunque Kaeya aún no había dicho mucho, había algo en su postura que había comenzado a relajarse. Su instinto le decía a Crepus que aquel niño necesitaba más que un simple refugio para la tormenta; necesitaba un hogar.
Unas horas más tarde, Crepus, movido por la curiosidad de cómo los pequeños se estaban llevando, subió las escaleras y se asomó a la puerta del cuarto de Diluc. La vista que encontró lo dejó conmovido. Allí, en la alfombra, estaban los dos niños, dormidos. Diluc con su cabello rojo desparramado en la alfombra y Kaeya con una expresión mucho más tranquila que cuando llegó, rodeados de los juguetes que habían estado explorando.

Crepus sonrió para sí mismo y fue a buscar su daguerrotipo. Este era un momento que debía inmortalizar. Les tomó una foto, capturando la inocente conexión que se había forjado en unas pocas horas. Luego, recogió a Diluc y lo recostó en su cama, mientras a Kaeya lo llevó suavemente a una de las habitaciones vacías que pronto se convertiría en su nuevo hogar.

 

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