Capítulo 11: Lobo blanco

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La habitación era igual de inquietantemente impoluta que la mía. Pero en ella se podía respirar un aire,
más cruel, como si cada bocanada se metiese en tu corazón y lo pintase de un negro tan extremadamente oscuro que daba ganas de llorar solo con pensarlo. 

En medio de la habitación estaba la cama, con esas sábanas blancas también, y encima de ellas estaba sentada Isabel. Tenía la mirada perdida, y parecía que en sus ojos azules se extendía todo un mar infinito, que por mucho que volases sobre él no acabaría jamás.

Era una mirada tan bella como terrorífica.



En frente de su hermana, William lloraba desconsoladamente. Estaba de espaldas a la puerta, a mí, arrodillado con la cabeza escondida entre los brazos, cuyos codos estaban apoyados en las rodillas de Isabel. 

Jamás me imaginé que una persona tan orgullosa y con la cabeza tan alta pudiese llorar tan desconsoladamente como un niño en la puerta de su casa, sabiendo que su madre tardaría en volver del trabajo, y que tendría que quedarse otra vez con su abuela viendo la televisión.



La médica siguió mirando su hoja sin mostrar una pizca de empatía. Tragué saliva. Ser médico debía ser horroroso. Ver tantas lágrimas de tal manera que ya no te afectasen lo más mínimo... era realmente triste. 

Yo, sin embargo, no era capaz de reaccionar. O más bien no sabía como reaccionar. Estaba muy quieta, estupefacta. Miré a la médica, cuyo nombre, ahora que estaba menos mareada, podía ver en una placa en su bata, era Martina. Ella me devolvió la mirada, pero parecía no pillar mi intento de búsqueda de información, o no quería dármela.

Tosí, incómoda, porque al fin y al cabo estaba viendo a una tipa que conocía desde hacía unas horas petrificada como una piedra y a un hombre que conocía desde hacía aún menos llorando a lágrima viva.



William me miró, al escucharme toser. Tenía los ojos azules empapados en lágrimas, que relucían y brillaban por la tenue luz que salía de la única ventana de la habitación.

Sentí como se erizaba el pelo. El cierto, con esa luz, desprendía muerte. Olía a esa mañana en la que cuando los rayos iluminan la cara del personaje para que se despierte, como si el sol le estuviera dando los buenos días, este no abría los ojos.

William se levantó muy lentamente, sin apartar la mirada de mis ojos castaños.

Escondí las manos detrás de mi espalda, porque me temblaban demasiado, aunque no estaba muy segura de cuál era la razón.

William ya estaba totalmente de pie. Por alguna razón me pareció más alto que en la noche anterior. Tenía el cabello negro alborotado y su cara era un completo desastre, aunque no parecía muy afectado físicamente por el accidente. Llevaba la misma ropa que yo y que todas las personas que estaban en ese edificio blanco, la bata de hospital.

¿Se cabrearía conmigo por haber hecho algo? ¿O se enfadaría conmigo por su enfado con el mundo en general?

—¿Estás bien? —me preguntó con una voz sorprendentemente dulce.

Me quedé en blanco. Me había sorprendido tanto su amabilidad que en ese momento no sabía ni mi propio nombre.

Reaccioné al sentir la dura mirada de la médica sobre mí.

—Sí... Estoy bien. ¿Y tú? —respondí.

El pelinegro abrió la boca para responder, pero en vez de eso, unas lágrimas corrieron por sus mejillas y se desplomó otra vez en el suelo, al lado de su hermana.

Abrí mucho los ojos sin comprender la situación, y antes de que pudiese hacer o decir nada, Martina, la médica, me sacó de la estancia arrastrándome por el brazo con tanta fuerza que pensé que me lo rompería. 



Volvimos a la habitación.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté con preocupación.

Martina se quitó la bata mientras bostezaba, como si estuviera aburrida haciendo sumas y restas con niños de cinco años. Debajo llevaba una camiseta negra de tiras con un dibujo de un lado blanco aullando a la luz de una luna rosa de un oscuro cielo.

—Voy a por un café —dijo dejándome con la boca abierta.

Ni siquiera mi hermano me trata así de mal. Bueno, por lo menos ya sabía que había gente más borde que yo.

Me quedé allí quieta. La pierna todavía me dolía, y no sé cómo había llegado a la otra habitación, seguramente por curiosidad. Tal vez era un plan malvado de la horripilante médica para comprobar que tan mal estaba. Pero ahora había aumentado el dolor de cabeza, y las hipótesis e ideas sin sentido inundaban mi cabeza como una catarata que va demasiado rápido.

Es ese momento en el que tú mente recibe tanta información que tú cerebro decide darle al botón de reiniciar y todas tus ideas se borran.

Y ahora mismo lo único que era capaz de imaginar era a mí cerebro con unas gafas de sol tomando un refresco con hielo y pajita mientras le daba a un botón en el ordenador y borraba todos mis pensamientos.



La médica llegó y se puso a tomarse el café delante mía y con toda la tranquilidad del mundo.

Decidí que era mejor no interrumpirla y me mantuve callada. 



Cuando acabó me miró y soltó:

—La chica de ojos azules, Isabel Wootman ha sufrido un fuerte golpe por el choque que habéis tenido, por lo que ha tenido una pérdida de memoria.

Está vez, para mi propia sorpresa, reaccioné rápido.

—¿Y de qué se ha olvidado?

La médica sacó lentamente un estuche de la bolsa que estaba a su lado, y lo abrió para cojer las gafas que estaban guardadas en él. Eran unas gafas redondas de pasta de color azul.

Se las colocó perfectamente antes de responderme.

—Por lo que hemos podido comprobar, se acuerda de su nombre, pero con un apellido distinto. Sabe quién es su hermano y todo lo básico, pero no tiene ni idea de su trabajo, relaciones actuales y cosas parecidas, por lo que seguramente no sabe quién eres.



Me quedé quieta, procesando la información y sin saber qué decir. Me temblaba el labio inferior, cosa que me pasaba cuando estaba muy nerviosa, y al morderlo sentí el sabor metálico de la sangre en mis labios.



La médica me miró por encima de sus gafas.

—Y si me permites preguntarte, ¿Cuál es su relación con los hermanos Wootman?

El chico salido de tu historiaWhere stories live. Discover now