Ling escuchaba atentamente al doctor, cada palabra resonando en su mente como un eco lejano y aterrador. Sentía el peso del yeso en su brazo y el dolor punzante en su cuello y espalda, pero nada de eso la afectaba tanto como la preocupación por sus padres. Aliviada, asimiló que su padre solo tenía algunas lesiones leves, al igual que ella; sin embargo, la situación de su madre era mucho más grave.
—Tu madre ha perdido bastante sangre, tiene heridas internas y externas —explicaba el doctor con voz firme pero serena—. Aunque logramos estabilizarla, es necesario mantenerla bajo observación constante. Las próximas horas son cruciales, así que estaremos monitoreándola.
Ling apretó los labios, intentando contener el miedo que se apoderaba de su pecho. Era como si, de repente, todos los resentimientos y dudas se hubieran desvanecido, dejando solo una inmensa necesidad de verla bien, de saber que estaría segura.
—¿Puedo verla? —preguntó, su voz temblando un poco.
El doctor asintió con comprensión. —Podrás verla pronto, en cuanto terminemos algunas revisiones. Agradece que fue llevada a tiempo a cirugía; de no haber sido así, las cosas habrían sido muy distintas.
Ling asintió, la ansiedad apretándole el estómago. Mientras el doctor se alejaba, se quedó en silencio, mirando al vacío. No podía perderla, no así. La impotencia y el remordimiento por todas las cosas no dichas se entrelazaban en su mente.
Se recostó lentamente sobre la cama, sintiendo el peso de su propio cuerpo arrastrándola hacia el colchón. Cerró los ojos, y el dolor pulsante en su cuello y brazo le recordaba que aquello no era una pesadilla de la que pudiera despertar.
La imagen del choque seguía repitiéndose en su mente: el camión apareciendo de la nada, los cristales destrozándose a su alrededor, el sonido ensordecedor de metal contra metal, y el rostro asustado de su madre antes de que todo se volviera negro. Ahora, en la quietud de la habitación, le era casi imposible procesar lo que había pasado solo unas horas antes.
Un millón de emociones se arremolinaban en su interior, pero era incapaz de atraparlas. ¿Debía sentirse aliviada de que todos estuvieran vivos? ¿Enojada por el accidente? Había algo de cada emoción, y a la vez, ninguna en particular. El dolor físico parecía opacarse por algo más profundo, por la incredulidad de encontrarse ahí, viva, tras haber estado tan cerca del desastre.
Finalmente, un agotamiento profundo la venció, y una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla, sin que pudiera evitarlo. Todo lo que quería en ese momento era que su madre estuviera bien, que todo lo demás pudiera esperar hasta tener la certeza de que ella se salvaría.
Mientras se hundía en el silencio de la habitación de hospital, un deseo se apoderó de Ling, tan claro y urgente que casi la hacía olvidar el dolor: quería a Orm.
No quería a nadie más en ese momento, ni a los doctores ni a los enfermeros que iban y venían; solo quería sentir los brazos cálidos de Orm rodeándola, su presencia reconfortante, el sonido de su voz susurrándole que todo iba a estar bien.
Quería verla entrar por la puerta, sostenerle la mano, besarle la frente, asegurarle que estaba a salvo, que nunca la dejaría. Deseaba sentir el peso de su abrazo, que la rodeara hasta hacerla olvidar el miedo y la incertidumbre que la habían invadido desde el accidente. Pero, entre el caos del choque y el traslado al hospital, ni siquiera sabía dónde había quedado su teléfono. No había tenido tiempo de llamar a Orm, ni siquiera de saber si ella sabía lo que había pasado.
Ling cerró los ojos, tratando de calmar su mente, imaginando que Orm estaba ahí, sentada junto a ella, acariciándole el cabello, diciéndole que no estaba sola. El vacío en su pecho se hizo más profundo, y más lágrimas resbalaron por su mejilla.