Final

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Qué injusta es la vida, ¿verdad? Con su cruel habilidad de entrelazar nuestras almas a personas con las que no estamos destinadas a quedarnos. Personas que despiertan en nosotros algo que nunca habíamos sentido, que nos enseñan a amar de maneras que no sabíamos posibles, y luego... simplemente las aleja.

Qué amargo es encontrar a alguien que encaje perfectamente en el rincón más secreto y vulnerable de nuestro ser, solo para descubrir que el tiempo, las circunstancias, o el destino nos desbaratan, nos rompen en caminos diferentes.

A veces pienso que la vida tiene un sentido del humor retorcido, colocando en nuestro camino a quienes harán tambalear nuestras almas, aunque solo sea para recordarnos que no siempre podremos conservar lo que más amamos. Nos hace tropezar con esas almas gemelas que, en lugar de quedarse, pasan a ser solo fantasmas de lo que pudo haber sido, presencias ausentes que sentimos en cada rincón, en cada recuerdo que nunca fue completo.

¿Por qué nos hace esto?

¿Será que realmente no hay felicidad sin dolor? ¿O será solo dolor y la felicidad es la ausencia de el?

Me pregunto si es posible experimentar la felicidad sin conocer antes la oscuridad, sin haber sentido ese peso en el pecho, esa ausencia que duele en silencio. ¿O es que en realidad, el dolor y la felicidad están tan entrelazados que uno no puede existir sin el otro, como el día y la noche, como las olas que vienen y se retiran en la orilla?

Y me cuestiono si acaso es esa fragilidad, esa amenaza constante de la pérdida, lo que hace que los momentos de felicidad se sientan tan reales, tan profundos. Quizá, en algún rincón del alma, ya sabemos que todo es efímero y que, tarde o temprano, aquello que nos da vida puede convertirse en aquello que nos consume.


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Un mes después...

La pluma en su mano temblaba mientras trazaba palabras silenciosas sobre el papel, este mismo se mojaba con las gotas de lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. La habitación estaba sumida en penumbras, rota solo por el suave resplandor de la luna que se filtraba a través de las cortinas entreabiertas, derramando una luz fría y plateada que iluminaba su rostro.

Un rostro frágil, decaído, demacrado.

Afuera, el mundo parecía dormir. Ling se detuvo un momento, suspirando, y alzó la vista hacia la ventana, buscando un alivio que nunca llegaba.

Las sombras danzaban en las paredes, y, por un instante, cerró los ojos, sintiendo como si el vacío en su pecho también le robara el aire. Cada línea era un eco de su voz, cada trazo, una súplica callada por un tiempo que se escapaba entre sus dedos. La brisa nocturna atravesó la ventana, helada, erizándole la piel. Ling continuó escribiendo, dejando caer otra lágrima silenciosa sobre el papel, sellando con ella cada palabra, cada promesa rota.

Ha pasado un mes, y no hay día que no lloré por ti, no hay día que no me arrepienta por lo que hice y por lo que no hice.

No sabes cuánto me encantaría regresar en el tiempo. Si tan solo pudiera girar el reloj como en esas películas de ciencia ficción y rehacer cada error, cada silencio que nunca debió existir entre nosotras, cada sonrisa que debí regalarte sin reserva, te abrazaría mil veces y te besaría mil más.

Qué injusto es darme cuenta ahora, cuando todo lo que compartimos se convierte en un recuerdo lejano y tú eres una sombra que flota en mi memoria. Me pregunto, ¿qué no daría por revivir esos días, por mirarte una vez más, porque tu me mires una vez más y saber, realmente saber, lo afortunada que era al tenerte a mi lado?

Mil Razones para OdiarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora