11- Je suis le...

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Laurent abandonó el lugar llevando consigo un palo astillado en la punta; me transmitía aquello que odiaba de Amon, su altivez, su maldito ego y seguridad

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Laurent abandonó el lugar llevando consigo un palo astillado en la punta; me transmitía aquello que odiaba de Amon, su altivez, su maldito ego y seguridad.  Ellos eran muy diferentes a mí.

Me acurruqué de nuevo en mi lugar, cuidando de no presionar o forzar mi palma.

Los minutos pasaron y perdí la conciencia mientras sucumbía en un desolado sueño o quizá entre mis últimos alientos ¿morir se sentía como dormir?, el infierno se escuchaba así, solitario, vacío y eso lo hacía placido. Quizá con pequeños gritos retumbando en cada pecado, si así, chillones, femeninos; claro que se sentía glorioso morir.

Oh, no, no estaba muerta. Mis párpados se abrieron ante el estruendo a mi alrededor, la escena frente a mí paralizó mi cuerpo, y sin duda alguna aquellos ojos tan familiares, se apagaban estrujando mi corazón.

La nieve manchada me permitía una escena escalofriante, de la única mujer que había podido llamar amiga.

– ¡Charlotte, corre!

El grito de Laurent me trajo a la realidad, el choque del duro palo en sus manos y el hacha, generaba ruidos turbosos.  La princesa mantenía su compostura a pesar de su posible vista borrosa, las lágrimas corrían sobre sus mejillas y un tono carmesí se asomaba de su frente hasta uno de sus pómulos.

Su mirada clavada en él, solo mostraba furia, tan latente e ineficiente como su pérdida de razón, ¿Comó pretendía ganarle?
Un ruido turbó mis oídos y a la distancia divisé algunos caballos, las siluetas portaban máscaras que apenas divisaba por la luz gracias al amanecer sobre nosotros.

Con apuro intenté levantarme, los abrigos cayeron de mi cuerpo y la brisa látigo contra mi piel; miré la última carta, la tomé y guardé al interior de la parte superior de mi corset, entre mi pecho y la tortuosa prenda.

Mis piernas casi flaquearon cuando comencé a correr en dirección al lago. Mi cuerpo se tambaleaba y apenas podía sostenerme de algunos troncos.

Al encontrar el muelle a escasos metros de mí, me apresuré y corrí tanto como pude. La madera rechinó sobre mis pies y al pisar mal caí sobre mis rodillas, solté un quejido agudo por el dolor y miré cómo la venda se humedeció de nuevo; intercalé miradas entre el lago y la pequeña alborada tras de mí, los ruidos habían cesado. Hasta que un grito femenino estalló hostigando mis oídos.

— ¡Charlotte, vamos a jugar al abattoir!

Otro grito se escuchó a la distancia, su corpulenta figura no aparecía por ningún lado; me levanté de nuevo y me acerqué a la orilla tanto como pude, al divisar el lago vi la poca densidad del hielo, me senté en borde del muelle para luego bajar con cuidado, e inmediatamente las fracturas del amplio glaciar se hicieron presentes gracias a la presión de mis zapatillas.

Aguanté un quejido cuando apoyé mis manos contra la madera, para luego permitirme golpear contra el agua congelada bajo de mí; tras un par de estallidos, me sumergí al interior del lago, tragué algo de agua y al volver a la superficie, jadeé e intenté nadar.

Me adentré bajo del muelle y mantuve tanto como pude la parte superior de mi cuerpo en aquel hueco que se formaba bajo la madera y el hielo.
Algunos rechinidos se escucharon luego de minutos. El tiempo pasó tortuoso, pero por fin, mi verdugo había llegado.

Cada paso se hizo más presente sobre mí, mi cuerpo tiritaba gracias al frío y la adrenalina latigaba mis venas, cada nervio se tensaba mientras las tablas se estrujaban bajo el cerdo.  El ruido cesó, cercano a la orilla.

Metí mi mano bajo el corset por la parte inferior de mi abdomen, mi respiración aumentó de manera ruidosa por el dolor al rebuscar. Tomé el mango de la daga en el interior e intenté tapar mi nariz con una de mis palmas evitando algún quejido.

— Cuando Bernard era joven, venía. Claro, acompañada — su voz era amarga — ella, al igual que tú, venía para amar. Amar a alguien, que no era yo.

El pequeño golpe de la máscara de cerdo sobre el agua gélida hirvió mis nervios, apreté más mi palma sobre mi nariz.

— Una noche, quise demostrarte mi profundo amor, tu madre no me permitía acercarme sin su maldita presencia – explicó y algo se arrastró por un momento sobre la madera — Tu madre, tiene una pésima puntería, así como gustos. Con esto me refiero a que eligió a Lissandra y a su vez destrozó su oreja.

Sus palabras me marcaron por un momento, el golpe de realidad vino junto con un fuerte crujido sobre mí, la madera se astilló y mi cuerpo se encogió echándose para atrás logrando evitar el golpe.

— No me extraño verlas fornicar, me extraño que la eligiera  – alzó su voz y siguió destruyendo la madera frente a mí — pero Lissandra, prefirió lo superficial a lo emocional...

Un hoyo se formó en la madera y algunos escombros llegaban hasta mí; tomé algo de aire y hundí mi cuerpo, el oxígeno abandonaba mis pulmones y me permitía evitar la superficie.
Mis huesos estaban helados y mis ojos ardían mientras intentaba ver bajo el agua.  A unos metros de mí se encontraba aquella cabeza de pocos mechones castaños, sin un ojo y faltante de las otras partes de su cuerpo, ella apenas era retraída por la cadena; frente a mí, estaba mi madre.

Charlotte Bernard.

La Bastarda Del Duque [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora