Capítulo 34

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ÁNGELO 

El sonido de sus zapatos llama nuevamente mi atención. Alzo la vista para echarle un vistazo de reojo, observando sus movimientos suaves y su porte distinguido de dama.  Inconscientemente, muerdo mi labio inferior, pero sé que no puedo sucumbir a sus encantos, pues casi soy un hombre casado. Por lo que decido sumergirme nuevamente en mi trabajo.

Después de unos minutos la puerta suena otra vez, apareciendo un hombre con un niño a su lado. 

—Disculpa ¿Puedo pasar?  Casi de inmediato, supe que era el hombre que Pamela me había dicho minutos antes.  Afirmo con la cabeza, a la vez que hago un gesto para que pase adelante y se siente en uno de los sillones que están al frente de mi escritorio. 

—Sé que estás muy ocupado, por eso seré breve —comienza diciendo el hombre alto con determinación—. Vengo buscando trabajo. Durante años trabajé con mi suegro en una finca de ganado, pero tras la muerte de mi esposa, necesito nuevos horizontes.

Inmediatamente, abro la boca para rechazar su solicitud, pero algo en la mirada del hombre me detiene. Es intensa y llena de determinación, como si llevara consigo una historia que no puede contener por más tiempo.

—Lo siento, señor, pero en este momento no estamos contratando —digo finalmente, intentando mantener la firmeza en mi voz.

El hombre asiente con tristeza, pero no se da por vencido.

—Comprendo. Pero, ¿podría al menos escucharme? Sé que puedo ser útil. Tengo experiencia en el campo, bueno eso creo, sé trabajar duro y aprendo rápido.

Su tono es humilde pero firme. Me veo tentado a desestimarlo de nuevo, pero el niño interrumpe levantando un adorno qué está colocado en uno de los estantes de la oficina.  —¡papá, mira!, es una señora con una balanza en una de sus manos…  El señor lo vuelve a ver y sin pensarlo dos veces corre para quitarle de sus manos la imagen.  —Disculpa, señor. Vengo de un pueblo pequeño, lejos de aquí y mi hijo nunca ha venido a la capital. Por lo que para él todo es nuevo… —voltea a ver al niño quien le sonríe, para luego sentarse los dos en sus respectivas sillas 

—esa imagen es la Dama Ciega o la Balanza de la Justicia. Y representa el equilibrio y la equidad.  El niño suspira satisfecho por lo que vuelvo a ver al padre.  —¿Traes la hoja de vida? —pregunto. Me daba curiosidad ver al frente a mí a un hombre de más de un metro ochenta de alto, con pantalón Jean desteñido, camisa de cuadros, botas baquetas, y un cinturón grande en su cintura, pidiendo trabajo en un banco. 

El hombre baja la cabeza con algo de pena y dice: —No tengo…  Su respuesta me dejo absorto, sin saber qué decir ¿Cómo un hombre podía llegar a un banco a buscar trabajo sin ni siquiera con una hoja de referencia?

—Qué pena contigo, pero tengo que decirte que no, no tengo algún puesto disponible para ti en este momento. 

—Comprendo —baja la cabeza con pesar, voltea a ver al niño, se levanta de su asiento y dice —sabes, hace algunos años trabajé aquí. Recuerdo que usaba traje elegante y corbata, así como usted. 

—¿Qué puesto desempeño aquí en la empresa? —interrogue con sarcasmo.  Sabiendo que ese hombre estaba mintiendo, jamás un hombre con manos ásperas y su piel quemada pudo trabajar aquí. En unos de los bancos más importantes del país. 

—No recuerdo bien, pero creo que fue en el área administrativa, creo que como —hace una pequeña pausa, para después decir —gerente general. 

Una carcajada sale de pronto sin pensar, escuchándose por toda la oficina. 

El hombre molesto me mira con disgusto.  —aunque usted no lo piense, yo trabaje con un señor bajo, de grandes hoyuelos en su rostro. Sus palabras me hacen quedarme en chock, esas son características muy distintivas de mi padre. 

—¿conoces a Porfidio, mi padre?  —Porfidio, Porfidio… —repite varias veces quedándose callado por unos minutos.  «Qué tipo más raro» —recuerdo que tenía un niño pequeño, muy traviesos. —afirmo, volviéndome a ver —y una mujer muy guapa de pelo negro.  «En definitiva puede conocer a la familia, pero cualquiera puede decir eso si salimos en los periódicos y en la televisión por ser uno de los grandes banqueros del país»  —¿y qué más recuerda? —interrogue esta vez con semblante serio.  —Que vivían en una casa muy linda en uno de los grandes condominios de la ciudad. ¡Ah! Y tenías un perro llamado Baltasar, lo habías puesto así, por ser uno de los tres Reyes Magos. 

Sus palabras me dejan en shock como un granjero podía saber tanto de nosotros, y sobre todo de un perro que ame con todo el corazón y que murió años atrás de cáncer. 

Miro al niño quien come la última galleta de chocolate en su asiento. Da la casualidad que eran las mismas que Virginia comía cuando estaba nerviosa o ansiosa.  Luego miro al señor frente a mí, quien con su semblante serio y su porte de caballero me daba la impresión de ser un hombre de bien. 

—Vamos a hacer algo —anuncio —quiero que vengas en unos días y hables con mi padre, quizás él te recuerde y te contrate. 

El señor sonríe satisfecho de mi respuesta, mientras se levanta de su asiento.  —Yo sé que si se acordará de mí…  Toma el niño en sus manos y camina hacia la puerta. 

Pero antes de que salga lo detengo diciendo: —Disculpa, señor, ¿cómo dijiste que te llamabas? 

Él gira su cuerpo hacia mi dirección y responde: —No lo hice. Sin embargo, me puedes llamar Arturo, Arturo Ríos.  Abre la puerta y se va.

Por unos segundos me quedo viendo la puerta en un intento por asimilar lo que acaba de ocurrir. El nombre resuena en mi mente, Arturo Ríos… Hay algo en ese nombre que me resulta extrañamente familiar, pero no logro recordar de dónde lo conozco. 

De inmediato, el teléfono celular suena por toda la oficina, apareciendo la palabra “Papá” en la pantalla. El sonido rompe mis pensamientos y me sobresalta. Miro el teléfono, dudando por un instante antes de contestar, aun con la mente anclada en el nombre de Arturo Ríos

—Hola? —digo, tratando de sacudirme la sensación de déjà vu.

—Hola, hijo... Tu madre quiere organizar una cena familiar. Sería bueno reunir a todos antes de la boda, y le gustaría que trajeras a Virginia.

—¡Claro! —respondo sin dudar—. Pero ya habíamos planeado pasar por la zapatería después del trabajo.

—Entiendo —responde mi padre, con un tono tranquilo—. No te preocupes, otro día estará bien. Dio unas cuantas instrucciones más de lo que tenía que hacer en la empresa y colgó.

Coloco el teléfono en el escritorio y dejo escapar un suspiro. La conversación con mi padre me ayuda a enfocar mi mente en lo inmediato. Miro el reloj; aún tengo varias horas de trabajo por delante antes de la cena. En el trascurso del día ya había organizado la cena, Virginia había aceptado y yo ya tenía la botella de vino para brindar en mi escrito.

 En el trascurso del día ya había organizado la cena, Virginia había aceptado y yo ya tenía la botella de vino para brindar en mi escrito

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VIRGEN PERO NO SANTA #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora