Lo vi de nuevo, y un torrente de emociones me invadió de inmediato. Quedé completamente paralizada, como si el tiempo se hubiera detenido por un instante.
A pesar del caos interno, me obligué a mantener la calma y actuar con la madurez que había decidido abrazar en este nuevo capítulo de mi vida.
Había estado preparándome para este momento durante días, pero nada me había preparado para lo que sentí al verlo aparecer frente a mi puerta.
Mi corazón latía con fuerza, como si intentara escapar de mi pecho, y una oleada de nerviosismo me recorrió de pies a cabeza.
No pude evitarlo; la tensión en el aire era palpable y, aunque trataba de mantener una actitud indiferente, sabía que algo dentro de mí aún no había sanado.
Cuando abrí la puerta, me quedé quieta un instante, sin saber si debía decir algo o simplemente quedarme en silencio.
Ahí estaba, con esa mirada que, aunque sabía que ya no me pertenecía, seguía teniendo el poder de remover algo profundo en mi interior.
Habían pasado ya unos meses desde que terminamos, pero el dolor de lo que pasó, la forma en que todo terminó, seguía fresquito en mi mente.
Las discusiones, las palabras hirientes, los momentos de distancia... todo había sido tan complicado.
A pesar de todo, nunca pude dejar de sentir algo por él.
Aunque me decía a mí misma que lo había superado, verlo nuevamente despertaba un montón de sentimientos que había intentado sofocar.
- Vine a dejarte tus cosas - dijo, su tono tan directo como siempre, casi frío -
Eso me hizo sentir aún más vulnerable, como si toda nuestra historia se hubiera reducido a una simple entrega de objetos.
No hubo un abrazo, ni una palabra amable, ni siquiera una mirada que indicara que lo que habíamos compartido alguna vez había significado algo más.
En mi interior, me debatía entre la rabia y la tristeza. Por un lado, quería cerrar la puerta y no verlo nunca más. Por otro, había una parte de mí que aún no podía dejar de anhelar lo que tuvimos, por más que sabía que eso ya no existía.
Lo dejé pasar, sin decir nada, mientras él dejaba mis pertenencias en el suelo, con esa frialdad que siempre me había desconcertado.
Sentí una presión en el pecho, una mezcla de nostalgia y desilusión. Sabía que la relación había sido tóxica, que su final había sido inevitable, pero no pude evitar preguntarme si, en algún rincón de mi corazón, todavía me importaba.
Observaba sus movimientos con detenimiento, cada gesto que hacía, como si intentara encontrar en él alguna pista de que algo de lo que compartimos había dejado huella en su vida, aunque sabía que eso era pura fantasía.
Finalmente, cuando dejó la última cosa sobre la mesa, se quedó en silencio por un momento, como si no supiera qué más decir. Yo tampoco.
Y en ese instante, la verdad se instaló entre nosotros, como una barrera invisible.
Ya no éramos los mismos, ya no había vuelta atrás.
Mi mente me decía que debía seguir adelante, que ese era el último paso hacia mi sanación, pero mi corazón, ese maldito órgano traidor, no dejaba de latir al ritmo de una melodía que no quería escuchar.
Lo último que quería era tener algún tipo de contacto con él, mucho menos conservar objetos que me recordaran a todo lo que habíamos sido, o mejor dicho, a lo que intentamos ser.