CAPITULO 24

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La situación era muy complicada para ambas, pero ninguna tenía intención alguna de detenerse. Si lo hacían, sería su final.

En cada zancada que daban la tierra resbalaba bajo las suela de sus zapatillas. El viento era brutal y golpeaba desde todas las direcciones posibles, azotando sus rostros y revolviendo sus cabelleras.

Sus piernas ardían como brasas, pero apenas lo sentían. Solo sabían que tenían que avanzar. La cuestión era: ¿hacia dónde? De repente, Keitha tropezó con una roca y su mano se separó de la de la doctora. Se incorporó lo más rápido que pudo y continuó avanzando, esta vez, esforzándose por cuidar dónde pisaba.

Vanila la esperó, pero no volvió a tomar su mano cuando volvieron a correr.

—¡Vanila! —gritó la sacerdotisa en un feroz jadeó, intentando alcanzarla—. ¿A dónde vamos?

Vanila no respondió de inmediato. Su mirada seguía clavada en el horizonte, pero no había nada allí, luego la llevó hacia otro punto a su izquierda, donde una formación rocosa se abrió en dos partes. Echó a correr al lado opuesto.

—¡Vanila! —insistió.

—¡No lo sé...! —dijo ella finalmente—. Lejos.

—¿Qué? ¿Cómo que lejos? ¿Lejos de qué?

—¡De esas mierdas!

La respuesta fue muy ambigua, pero Keitha supuso que se referiría a las partículas de luces que Vanila había mencionado anteriormente, que era capaz de ver y con ello predecir el surgimiento de los cráteres y temblores.

Algo que ella no llegaba a entender del todo, pero este no era el momento de ponerse a plantear sus dudas.

De pronto, un escalofrío recorrió la espalda de Vanila. Sin pensarlo, se giró bruscamente y Keitha, sin entender, la siguió por puro instinto. Apenas unos segundos después, el suelo detrás de ellas se partió con un estruendo seco, abriéndose en una grieta que devoró el camino que habían estado transitando.

Vanila tragó saliva. No necesitaba ver para saber qué estaba ocurriendo de algo extraño; podía sentirlo, como si un ente más allá de su comprensión estuviese asechándolas.

—No sé cómo explicarlo... —volvió a hablar sin dejar de correr—. Solo sé que si nos quedamos quietas, estamos muertas. Así que hay que movernos.

Keitha arrugó el ceño, con el cuerpo aún tenso por el sobresalto.

—Bien, como digas. Todavía tenemos que encontrar Olympia.

Vanila soltó una carcajada amarga.

—¿Sigues con ese plan? El desierto está irreconocible... No sé como llegar.

—¿Y qué sugieres que hagamos? Ya estamos metidas en esto.

—¡No lo sé! —Se tropezó y el pie le dolió horrores—. ¡Carajo! ¡Solo seguí un maldito impulso!

Vanila frenó en seco y se volvió hacia Keitha con el rostro comunicando una sola cosa: rabia.

—¡Y creo que ahora me arrepiento de ello! —soltó, con la voz agitada—. Desde que ese tipo llegó a Olympia, todo se volvió una marea de confusión. ¡No sé qué tengo que hacer ahora! ¡No sé si saldremos vivas de esto! ¡Soy una mujer de ciencia y de respuestas! No soy como tú...

Keitha enarcó una ceja.

—¿Cómo yo?

—Sí, ¡tú! —Vanila extendió los brazos con frustración—. Eres tú la que cree en espíritus y basura de esa índole. ¡Así que tú piensa en algo! ¡Tú llévanos a Olympia!

DESTELLO DE ALMAS  : DOS ALMAS LIBRES       LIBRO 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora