CAPITULO 25

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Las puertas de cristal se abrieron con un leve siseo, y Héctor Ramírez cruzó el umbral de un lujoso despacho de abogados. Iba a paso lento, arrastrando un pie que jamás había sanado del todo, y a pesar de su cojera, no era alguien que se avergonzara de ello.

La pierna izquierda le fallaba desde hace años, una herida mal cerrada que se convirtió en su sombra y persistente compañera de vida.

Llevaba un abrigo marrón pesado, demasiado grueso para la estación, y su rostro, curtido por el tiempo y la mala suerte, tenía marcada la expresión de una persona que desconfiaba de todo y todos.

El interior de la firma era un templo de pulcritud, mármol y silencio.

No el tipo de silencio reconfortante, sino el de un lugar donde las palabras cuestan dinero. Los suelos brillaban con un lustre impecable, y las luces le daban a todo un aire de exclusividad.

Héctor vio a un grupo de pasantes que caminaba con apuro entre escritorios, acarreando expedientes como si transportaran secretos de Estado. Algunos clientes esperaban en sillones de cuero negro, estudiándose las manos o revisando sus teléfonos con el ceño fruncido.

Héctor se apoyó ligeramente en su bastón de madera oscura y avanzó hasta el mostrador de recepción. Detrás del escritorio, una mujer de cabello castaño recogido en un moño alto tecleaba con prisa, aislada por completo en su labor.

Era joven, de facciones armoniosas, vestida con un traje gris que le sentaba demasiado bien. Cuando levantó la mirada, lo hizo con una sonrisa magnética, acompañada de una mirada con una chispa que parecía decir: soy tan segura de mi misma, que disfruto ser la primera barrera de entrada a un despacho.

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?

La voz era cálida, profesional. Héctor carraspeó.

—Tengo una cita. Con el mejor abogado de la firma.

La recepcionista inclinó la cabeza, evaluándolo en un instante. Sus ojos recorrieron el abrigo gastado, la barba de días, la cojera evidente. Asintió.

—Por supuesto, señor...

—Ramírez. Héctor Ramírez.

La mujer tecleó algo en la computadora y asintió.

—Perfecto. Lo estaban esperando. Sígame, por favor.

La muchacha se levantó con gracia y caminó por un pasillo alfombrado en tonos oscuros, con cuadros abstractos colgados en las paredes. Héctor la siguió, con su bastón golpeando rítmicamente la alfombra en cada paso. A medida que avanzaban, pasaron junto a varias oficinas con puertas entreabiertas. Dentro, los abogados discutían en susurros o hablaban por teléfono.

El pasillo terminó en una gran puerta doble de madera oscura. La recepcionista tocó dos veces y la abrió sin esperar respuesta alguna. Se asomó hacia el interior.

—Señor Dheen, su cita ha llegado.

El despacho era amplio y minimalista. Una pared completa de ventanales dejaba ver la ciudad extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista. Detrás de un escritorio negro impecable, sentado con tranquilidad, se hallaba el abogado Guillermo Dheen.

Héctor se detuvo un instante en el umbral, observándolo. Habían pasado años desde la última vez que lo había visto, pero el tipo no había cambiado tanto. Seguía con esa mirada que podía diseccionar a una persona en cuestión de segundos, esa presencia que convertía cualquier habitación en su territorio.

Guillermo alzó la vista y esbozó una sonrisa.

—Héctor Ramírez. —Se inclinó ligeramente en su silla—. Qué sorpresa.

DESTELLO DE ALMAS  : DOS ALMAS LIBRES       LIBRO 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora