Capítulo 1

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Un sol grisáceo poco frecuente en pleno verano reina sobre el cielo. Las ráfagas de viento suave pero gélido me azotan en la piel que deja al descubierto mi vestido de novia. Me digo a mí misma que no importa el frío que haga, que hoy es el día más especial de mi vida. Recorro con la mirada el pasillo que debo atravesar en pocos minutos. Detrás de mí, alguien me dice que ya puedo salir y yo obedezco, con el corazón en la garganta. Sin embargo, noto que algo no va bien. Mi futuro marido, en el altar, me mira inseguro. Hay algo en sus ojos que no puedo descifrar, pero no le doy importancia por el momento. Justo cuando estoy a los pies del escalón que me separa de él, noto que algo se me clava en las manos. Miro, hacia abajo, horrorizada, cómo mi ramo de rosas blancas se mancha de mi propia sangre, y suelto las flores por acto reflejo. Cuando vuelvo a levantar la cabeza, alguien está sustituyendo mi sitio en el altar, cogiéndole las manos a Peeta, haciendo que se me empañen los ojos.

"Yo os declaro marido y mujer"

Después del beso que sella la unión, Peeta y la chica rubia que ha suplido mi lugar se giran hacia mí.

—Él no te pertenece—me dice la chica.

—Aléjate de mí—sigue Peeta—. Déjame ser feliz

Las lágrimas se derraman por mis mejillas mientras mis manos se manchan cada vez más de sangre. Justo cuando Peeta se abalanza sobre mí, buscando mi muerte, me despierto sudando.

Miro el pequeño reloj a mi lado y solamente marca las once. Me acosté pronto sabiendo que el día siguiente no iba a ser bueno, porque mi mente aún no acepta el hecho de que Peeta vaya a casarse con otra, aunque fuera algo que yo sabía inevitable. Aún tengo muy presente aquel día, hace dos años, en el que tuvo un ataque brutal por el cual decidió coger un tren al Capitolio para empezar una nueva rehabilitación. Hizo un viaje del que nunca volvió. Por ese entonces, hacía tiempo que no estábamos bien, así que ese malestar lo impulsó aún más a irse. La tristeza y las pesadillas me acosaban, y aunque él estuvo conmigo en todo momento y me brindaba todo su amor y su ayuda, yo no la aceptaba porque soy una desagradecida. Me di cuenta tarde de todo lo que tenía.

Nunca quiso mantener el contacto, puesto que temía hacerme daño sólo con el hecho de compartir conmigo unas simples palabras, por culpa de ese miedo absurdo que nos separó; pasado un tiempo, llegué a la conclusión de que quería olvidarse de mí.

Así que, con los meses, me llegaban noticias suyas, pero sólo a través de Haymitch. Por desgracia, todas eran desmesuradamente buenas. No es que le deseara ningún mal a Peeta, pero, si le iba bien en su nueva vida, sería prácticamente imposible que volviera a mí. Se había instalado en un buen apartamento del Capitolio (la cantidad de dinero que recibimos tras los Juegos lo hizo posible), consiguió un trabajo a tiempo completo, hizo amigos pronto, por lo que no le costó adaptarse, e incluso su estado mental mejoró casi hasta la perfección. Cuando Haymitch me contó lo de su recuperación, yo empecé a preguntarme por qué no volvía a mi lado si había completado la rehabilitación. Un tiempo después me enteré de la respuesta, a pesar de las insistencias de Haymitch por que no lo supiera, y era bastante sencillo: había conocido a alguien. Se había vuelto a enamorar, esta vez de una tal Lissa.

En el momento en que la noticia llegó a mis oídos, yo ya me había habituado a mi estilo de vida solitario, aislado del mundo, con ninguna compañía más que la de Haymitch y Effie. Incluso ella volvió del Capitolio antes que Peeta. Aunque, claro, si ellos se pasaban el día conmigo era para vigilarme y evitar que se repitiera mi intento de suicidio, el cual ya había probado meses atrás. No obstante, parecía que en mi vida quedaba espacio para un poco más de miseria. Sobra decir que al saber lo del nuevo romance de Peeta mi estado fue de mal en peor. No comía, apenas dormía y vivía prácticamente al margen de la sociedad. Recuerdo que incluso Johanna me llamó para intentar subirme el ánimo, pero no es que su voz me trajera buenos recuerdos. Lo peor de todo aquello es que Peeta nunca se fue de mi cabeza. Es por eso por lo que nunca he tenido la suerte que tuvo él. Nunca he podido tener nada con nadie más en estos dos años. Cada vez que veía a un chico de mi edad por la calle, la imagen de Peeta se materializaba ante mí, y los intentos de Effie por presentarme a posibles pretendientes resultaron inútiles desde un primer momento. Aún conservo en mi pecho el dolor que experimenté en esa época.

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