Capítulo 22

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Lo primero que hago es informar a Johanna de mi decisión. Aún no me he parado a dilucidar si pedirle que nos acompañe es realmente una buena idea, porque sus espectáculos podrían abocar la fiesta al desastre total, pero sé que necesito apoyos. Está claro que la compañía de Annie me serenaría mucho más, pero tiene que quedarse con el niño, por lo que no es una opción.

—Pues claro que voy. —declara Johanna en cuanto le hago la propuesta.—Os veré a las once. Poneos guapos.

Por lo que sé, el evento no va a ser una celebración corriente, sino que se trata de una especie de fiesta tradicional en la que todos visten de blanco, y que antaño se hacía cada ciertos meses, dependiendo de la cantidad de pescado que se hubiera recolectado en el mes. Si era lo suficientemente abundante como para cubrir las tasas de entrega del Capitolio y que hubiera un excedente, se reunían todos en la plaza central, y repartían el preciado alimento, aunque fueran las sobras del Capitolio. Por supuesto, en la zona rica han transformado la tradición en una fiesta gigantesca, y se han olvidado del humilde origen de la costumbre.

Annie se ofrece a dejarme algo blanco, pero no tengo problema en encontrar vestimenta, pues tan pronto como me pongo a buscar en mi maleta me doy cuenta de que Effie estaba al tanto de que se acercaba la fecha. Nada nuevo, la verdad. Un detalle por su parte elegir solo cinco vestidos distintos, cuando probablemente tenía decenas de ellos a su disposición. Me alegro de que sus excesos por fin estén desapareciendo un poco.

Solo me toma un par de minutos seleccionar uno, el más simple de todos. Un vestido corto, blanco por supuesto, más sencillo que los demás y, sin embargo, demasiado intricado como para ponérmelo yo sola. Tengo que pedirle ayuda a Peeta para poder atar las infinitas cintas que se cierran de manera enrevesada a lo largo de mi espalda, dejando pequeños trozos de piel al aire. Annie me presta unas sandalias de plataforma de madera y me dejo el pelo suelto.

Cuando estamos listos, a las once, Johanna aparece en la puerta, con un elegante vestido largo compuesto de pliegues. Peeta se remanga un poco la camisa blanca, y al fin salimos, poniendo rumbo a la zona exclusiva del distrito 4.

Para llegar, tenemos que andar unos minutos, pues la única separación entre el área antigua y la zona exclusiva es una colina que bordeamos siguiendo el paseo marítimo, lleno de farolas blancas, donde nos encontramos con más gente arreglada y vestida de blanco que sigue nuestra misma dirección. Una vez cruzamos al otro lado, la vista casi me corta la respiración.

Lo que tengo ante mis ojos no tiene nada que ver con el distrito 4 que acabamos de dejar a nuestras espaldas. No, esto, tal y como describió Annie, es como si hubieran recortado un trozo del Capitolio y lo hubiesen colocado en esta bahía. Se trata de una extensa cala con decenas de mansiones iluminadas que parecen colgar de la colina. Al nivel del mar, las casas casi se funden con el agua, y junto a ellas veo un enorme muelle rodeado de pequeños barcos, seguramente de uso privado. La artificial integración del lujo de los edificios en el paisaje marítimo es extrañamente hipnotizante.

Todas las casas son bastante parecidas y todas se encuentran iluminadas por luces infinitas, pero no es difícil imaginar a cuál de ellas nos tenemos que dirigir, porque decenas y decenas de invitados acuden casi al unísono a sus puertas.

— ¿Listos? —pregunta Johanna con toda la tranquilidad del mundo, casi como si tuviera ganas de entrar, cuando ya estamos de pie frente a la entrada.

—Por favor, no te desnudes delante de nadie. —le pido.

—No te prometo nada.

Antes de que eche a andar, la agarro del brazo, y mantengo a Peeta también a mi lado.

—Esperad. Haced lo que queráis —digo, refiriéndome a Johanna—, pero, por favor, no os separéis de mí.

Peeta sonríe, pasándome una mano tranquilizadora por el pelo.

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