Fer regresó a su habitación. Allí tenía el maletín, lleno de trabajo que había querido terminar durante su ausencia de la oficina. Se sentó ante la mesa y abrió una carpeta.
Diez minutos más tarde, miraba por la ventana sin haber leído la primera palabra del informe.
Movió la cabeza, recogió la pluma y se ordenó concentrarse. Consiguió leer la primera palabra, incluso el primer párrafo. Tres veces. Disgustado, dejó la pluma y se levantó para caminar.
Es ridículo, pensó. Había trabajado en suites de hoteles de todo el mundo. Por qué iba a ser distinta esa habitación? Tenía paredes y ventanas, un techo... por decirlo de alguna manera. La mesa era más que apropiada. Y si lo quería, incluso podía encender un fuego para añadir algo de alegría. Y calor. Dios sabía que no le iría mal un poco de calor después de los gélidos treinta minutos que había pasado en el almacén. No había motivo para que no pudiera sentarse y ocuparse de algunos negocios durante una o dos horas.
Salvo que no dejaba de recordar... lo hermosa que había estado Lu al aparecer en su habitación con la bata de franela gris y descalza. Aún podía ver el brillo que había emanado de sus ojos y de su sonrisa. Frunció el ceño y se frotó el pecho. No estaba acostumbrado a ese dolor. Sí a los dolores de cabeza. Jamás del corazón.
Pero lo acosaba el recuerdo del modo en que se había introducido en sus brazos. Y su sabor... se preguntó por qué casi podía sentirlo todavía en los labios.
Es la culpabilidad, nada más, se aseguró. La había herido como sabía que nunca heriría a otra mujer. Sin importar lo indiferente que hubiera estado antes, era una culpa con la que iba a tener que vivir durante mucho tiempo.
Tal vez debería subir para hablar otra vez con ella. Se detuvo justo cuando tenía la mano en el picaporte. Eso solo empeoraría las cosas, si era posible. El hecho de que él deseara aliviar un poco de culpa no era excusa para volver a ponerla en una situación incómoda.
No cabía duda de que Lu sobrellevaba todo mejor que él. Era fuerte, resistente. Orgullosa. Suave. Notó que su mente empezaba a divagar. Cálida. Increíblemente hermosa.
Maldijo y otra vez se puso a andar. Lo mejor que podía hacer era concentrarse en la casa y no en sus ocupantes. Quizá los pocos días que llevaba allí le hubieran causado una conmoción personal, pero le habían dado la oportunidad de formular planes. Desde dentro. Le habían brindado un sabor de la atmósfera y la historia. Si podía serenarse unos momentos, lograría plasmar esos pensamientos en papel.
Pero fue inútil. En cuanto sus dedos aferraron la pluma, la mente se le quedó en blanco. Se dijo que se sentía encerrado. Necesitaba un poco de aire. Recogió su cazadora e hizo algo para lo que no se había concedido tiempo en los últimos meses. Dio un paseo.
Siguiendo su instinto, se dirigió hacia los riscos. Bajó por el césped irregular y rodeó una tambaleante pared de piedra. En dirección al mar. El aire estaba fresco. Daba la impresión de que la primavera había decidido emprender la retirada. El cielo mostraba una tonalidad gris tormentosa, aunque había algunos fragmentos aislados de color azul. Unas valerosas flores silvestres se agitaban al viento.
Caminó con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. La depresión no era una sensación familiar, y estaba decidido a eliminarla con un buen ejercicio. Al mirar atrás, pudo ver las cumbres de las torres a su espalda. Giró otra vez hacia el mar, imitando sin saberlo la postura de un hombre que tres décadas antes había pintado allí.
Grandioso, fue la única palabra que se le ocurrió. Las rocas descendían casi en picado, rosadas y grises allí donde el viento las sacudía, negras donde el agua las golpeaba. El agua oscura estaba coronada por unas crestas blancas. Había bruma y el aire contenía la amenaza fresca de la lluvia.
Tendría que haber sido una visión sombría. Pero sencillamente era espectacular.
Deseó que Lu estuviera a su lado, antes de que pasara el tiempo o el viento cambiara. Sonreiría, pensó. Si hubiera estado allí, la belleza del paisaje no lo haría sentir tan solo. Tan condenadamente solo.
El hormigueo que experimentó en la nuca lo impulsó a darse la vuelta, y a punto estuvo de alargar los brazos. Había estado convencido de que la vería caminar hacia él. No vio nada más que la pendiente pedregosa. Sin embargo, permanecía la sensación de otra presencia, muy real.
Eres un hombre sensato, se aseguró. Sabía que se encontraba solo. Pero era como si alguien estuviera a su lado, a la espera, observando. Por un momento, tuvo la certeza de que percibía una leve fragancia a madreselva.
Es la imaginación, decidió, aunque su mano no se mostró muy firme cuando la levantó para apartarse el pelo de los ojos.
Entonces captó un llanto. Se quedó quieto al escuchar el sonido triste y sereno de un sollozo justo por debajo del ruido del viento. Subía y bajaba, como el mismo mar. Algo le atenazó el estómago cuando se afanó por escuchar... aunque el sentido común le decía que no había nada que oír. Se preguntó si sufriría una crisis nerviosa. Pero el sonido es real, maldita sea. No una alucinación. Despacio, con todos los sentidos en alerta, bajó por entre un grupo de rocas.
Fer: ¿Quién anda ahí? -gritó mientras el sonido se convertía en un suspiro que desaparecía en el viento. Lo persiguió y aceleró el descenso, impulsado por una urgencia que le martilleaba la sangre. Una lluvia de piedras sueltas se desprendió al espacio, devolviéndolo de golpe a la realidad.