Prólogo 2: Soy Dante

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Todo esto era aburrido. El auto, la gente pasando, el sol, mi padre.

Aburrido.

Tanto que con un par de buenos golpes quizá se solucionaría, pero claro, eso solo empeoraría mi densa situación actual.

¿Porque viajo en un auto?

Bueno, básico, es un auto de alta gama que conduce mi padre porque ama manejar, y a pesar de estar estallando en dinero no pagamos un chófer para esta actividad tan básica.

Y vaya que no lo culpo, a mi también me gusta conducir de echo, hay que imaginar, con diecinueve años, licencia y dinero para autos de variadas marcas...¿Como no darse ese derecho?

Merezco todo, y cuando hablo de todo me refiero a aquello que deseo aunque sea un mero capricho. Ahora, por ejemplo, estoy viendo un nuevo juego para X Box que quiero en una vidriera al pasar. Frenaría todo el coche con tal de comprarlo ya, ahora, en este mismo momento aunque ni sepa el argumento de este.

Soy odioso y lo sé, lo tengo en claro.

¿Pero porque cambiar? ¿Con que motivo?

Bueno, por esta personalidad que poseo es por la que conduce mi progenitor a alta velocidad, al ritmo de una música muy contrastante por lo suave que es. Ni siquiera se el nombre, o artista, o que instrumentos son utilizados. Sinceramente no me importa, no me gusta y por eso no he de prestarle la mas mínima atención.

Miro mi reflejo en el auto; un chico de cabellos rojos como la furia y de ojos verdes mas que horriblemente llamativos se observan y colisionan entre si con el vidrio polarizado del Audi R8 en el que vamos. Valla mierda, siempre me noto mas horrible, aun así pienso que soy increíblemente fabuloso, porque merezco creer eso.

Me entran unas increíbles ganas de golpear al vidrio y romperlo, hoy mi mente se desvía mucho de la tranquilidad y eso me adormece al mismo tiempo que, me inquieta muy en el fondo. Cierro los puños tomando coraje para cumplir mis deseos de destrucción cuando una voz me frena. La voz de la cordura instalada en mi padre.

—Hijo, ¿Has tomado las medicinas hoy?— Me escruta con la mirada, su verde igual al mio se clava a través del espejo retrovisor y se que eso solo me dificulta mentirle a mi mirada gemela.

Omito palabra, mientras mi puño se aprieta con mas fuerza.

—Veo que no, te delatas.— Baja el espejo hacia mi puño justo cuando el semáforo nos detiene. —Sabes que no puedes ir a la consulta sin el medicamento.

Abre la guantera y extrae un frasco anaranjado translucido de pastillas blancas y horribles como la mierda de perro y me lo extiende. El semáforo nos pone verde y mi padre me revolea en la cabeza las píldoras acelerando nuevamente.

Miro el frasco.

"Oh, que exquisita delicatessen comeré hoy", me digo mentalmente mientras abro con demasiada fuerza la tapa, haciendo que se rompa un poco el frágil plástico.

Bueno, es lo que toca, y lo que merezco también.

No todo puede ser bueno, y eso lo sabia.

Tomo dos pastillas en la palma de mi mano y las guío hasta mi boca con fingida indiferencia. Lo cierto es que duele, no físicamente, si no mental. Reconocer una enfermedad y admitirla cada vez que tragas esas cosas medicas es una putada al corazón, o a eso que se le llama conciencia. Problemas, problemas es lo que trae todo esto.

Lo peor, mas allá del dolor de cabeza por el frasco que me fue arrojado a la cabeza y el dolor de admitir una enfermedad, es que estos problemas no los causé yo. Yo puedo decir con certeza que no poseo la culpa.

Álter EgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora