Epilogo uno

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OCHO AÑOS DESPUES

Jane llegó corriendo a mi casa, con lágrimas en los ojos. Y un resplandeciente anillo de diamantes en el dedo anular de la mano izquierda, sonriendo como nunca lo había hecho.

 – ¡Jane! Justo estaba por llamarte. –sonreí abrazándola.

 – ¡Me voy a casar! –dio unos saltitos.

 – ¡¿Qué?! ¿En serio? –la miré boquiabierta empezando a dar saltitos con ella. Sí, podíamos tener 25 años, pero seguíamos comportándonos como unas niñas de dieciséis.

 – Sí, estoy tan feliz, ¡No puede ser! –volvió a abrazarme.

 – Yo también, Jane. ¡Te vas a casar!–murmuré emocionada.

Ella soltó una risita y se separó de mi abrazo.

 – ¿Me ibas a llamar? ¿Para qué? –preguntó con una sonrisa traviesa en los labios. –Recibí tu mensaje ayer y creo que sé qué es esa “sorpresa” que tienes. –estábamos una enfrente de la otra tomándonos las manos.

 – ¡Sí! Tengo que contarte algo muy, muy importante. Ven, siéntate. –la tomé de la mano. –Pero antes, quiero que me cuentes los detalles de la propuesta.

La empujé hasta la pequeña salita de mi departamento y ambas nos echamos en el sofá, mientras veíamos un poco de televisión y hablábamos de todo.

Si se preguntan dónde estoy, a los veintidós años me mudé a vivir sola, no tan lejos de la casa de mi madre porque no quería dejar de visitarlas a ella y a Sarah, así que me mudé a un departamento libre a dos manzanas. Estudiaba arquitectura en una pequeña facultad a 50 km de la ciudad, y a la vez, trabajaba medio tiempo, tres días a la semana en un restaurant italiano a la vuelta de mi departamento, como camarera, para no dejar que mi mamá siga pagándome todo, porque no me sentía cómoda que lo haga todo ella sola.

Will y yo seguíamos siendo novios, y como en toda relación discutíamos, nos arreglábamos enseguida por la necesidad que ambos sentíamos de tenernos cerca el uno del otro. Hasta que un año después, convencimos a nuestros padres y se mudó a vivir conmigo.

Las primeras semanas, todo fue de maravillas, a pesar de que el departamento era pequeño, las cosas de Will no eran demasiadas; un poco de ropa que mezclamos en el armario con la mía, sus zapatos, sus videojuegos (sí, seguía jugando a los videojuegos), el televisor plasma que tenía en su antigua habitación y algunas cosillas más, pero nada demasiado grande. Teníamos el departamento entero para nosotros solos y lo llevábamos bastante bien. Hasta que meses luego nos vimos obligados a gritarnos el uno al otro cuando no lavábamos nuestros platos, cuando dejábamos la ropa tirada en el suelo o cuando salíamos sin decir a dónde. Tratamos de calmarnos un poco y pensar que esas cosas les pasan a todo el mundo, pero estábamos tan irritados y cansados que ya ni siquiera pensábamos en las cosas horrendas que nos gritábamos. Y tras una de las más grandes peleas que habíamos tenido, Will salió de la casa dando un portazo luego de que yo le aventara un vaso de vidrio  y haberle causado cortes.

Fue ese momento en el que pensé que todo se había acabado y que mi amistad y relación amorosa con Will se había acabado realmente. Lloré toda esa noche.

Pero no fue así, porque una semana después de que Will había vuelto a vivir con sus padres, tocó la puerta de mi departamento. Y cuando abrí me encontré con un enorme conejo de felpa en color marrón y un ramo de flores con una cartita que mostraba un “Perdón” en letra cursiva.

Jane se cubrió la boca con ambas manos, mirándome con los ojos totalmente brillosos, por las lágrimas que acumulaban. Se quedó un momento recorriéndome con la mirada, y luego de sorberse la nariz, habló:

Our MistakeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora