Podría intentar hacerte creer que soy la ejecutora de una justicia divina, un componente dedicado a repartir a cada quien su merecido. Podría, quizás, alegar demencia; decirte que mis actos son producto de un trauma en mi infancia, de un cambio de rumbo en la estructuración de mis neuronas. Podría... pero no te engañaría.
Lo mío no es más que un vicio. Sé que tengo la capacidad de dejarlo en cualquier momento, pero lo disfruto. Es un placer, un fin en sí mismo. Lo mío no es heroico, solo soy un monstruo social que se aprovecha del caos que hay en este funesto espectáculo de marionetas llamado humanidad.
Cada viernes por la noche me pongo un provocador atuendo que destaque mi figura, me pinto una enorme sonrisa y salgo en busca de una nueva presa: el primer patético transeúnte infrahumano que me mire con lujuria. A veces me hago llamar Vicky; otras, simplemente me pongo el nombre que él quiera oír. Luego de inventar una cifra acorde a su automóvil, me dejo llevar como un trofeo voluptuoso.
Una vez que estamos solos, lo primero que hago es encender el televisor y poner la película menos ortodoxa que encuentre. Algunos reaccionan de inmediato ante esa escena, quitándome el control remoto de un manotazo. Me excita esa reacción, me río de su rechazo ante aquello para lo que supuestamente me buscaron:
"¿Te gusta lo sucio, lo perverso?"
El tiempo en que sus labios tardan en comenzar a temblar ante esa pregunta me indica el tamaño de su monstruo interior. Pero mi monstruo es más grande.
Yo leo a la gente, como un terapeuta, aunque lo mío es más intuitivo. No me perfeccioné leyendo libros, sino con la experiencia. Si las imágenes del televisor son pasadas por alto, siempre acierto al escoger mis siguientes palabras:
"Dile a mami lo que te gusta"
El cambio en el tamaño de sus pupilas me indica el grado de su no superación de Edipo. Nunca fallo cuando realizo esa pregunta, es que no se la hago a todos, sino a aquellos perturbados corazones que se avivarán al escucharla.
Pero lo que más me divierte es meterme con aquello que aman por sobre todas las cosas:
"¡Oh, Dios mío!"
La manera mecánica en que recita el segundo mandamiento me indica cuánta sangre ha derramado para aprenderlo. Me doy cuenta entonces que en realidad no lo comprende, sino que lo sabe de memoria.
Al momento de cruzarse conmigo sus crueles destinos estarán escritos. No existen reacciones capaces de salvarlos del sufrimiento que les espera.
Te preguntarás para qué evalúo sus reacciones... es simple, porque disfruto hacerlo, porque no conozco mayor goce que asesinar a un ejemplar perfecto, uno que falle en cada una de mis pruebas.
Podría intentar hacerte creer que soy la ejecutora de una justicia divina, pretendiendo que mis actos son producto de un trauma en mi infancia, de un cambió de rumbo en la estructuración de mis neuronas. Pero no intento engañarte; lo hago porque soy un monstruo social; lo hago por placer y nada más.
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