XI. (Capítulo especial)

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Aquel traje negro me quedaba un poco grande y, por si fuera poco, era muy incómodo. Mis zapatos cuidadosamente limpiados, relucían incluso sin luz. Me fije sobremanera en ellos, pues aquel día no dejé de mirar hacia el suelo.

—Adam... —susurró, triste, mi madre a mi lado, mientras apoyaba una de sus frías manos sobre mi hombro, en señal de apoyo y aliento.

La miré y vi algo que nunca había visto en ella: miedo.

Y no solo aquello. Al miedo irracional le acompañaban la angustia, el desasosiego, la tristeza y la depresión. Todo... en una sola mirada. Una mirada que, hasta hacía unos días, solo mostraban la alegría y la felicidad vestidas de aquel brillo característico de mi madre.

Me acerqué junto a ella a la lápida. El gentío vestido de negro se arremolinaba a nuestro alrededor, guiados por el cura que sostenía la Biblia en sus huesudas manos viejas.

—Hermanos, nos hemos reunido hoy aquí... —y dejé de escuchar. Porque no quise hacerlo. Porque no pude hacerlo. Porque sentí que, cuanto más gente hablara sobre ello, más real se haría.

Miré al cielo; oscuro, nublado y lluvioso... como si le hubieran roto el corazón de un golpe.

Siempre pensé que los días tristes me acompañaban. Pero aquel día pensé que ni siquiera el cielo podría expresar todo el dolor que sentía en aquel instante.

En aquel momento, cuatro hombres repartidos para las dos tumbas, se acercaban cargados con ellas hasta dejarlas al lado de los hondos y oscuros agujeros excavados en la tierra. Uno al lado del otro.

Mi madre lloraba. Todos allí lloraban. Menos yo. No sabía que, días después, iba a soltar todas aquellas lágrimas que acumulé no queriendo romperme, intentando hacerme el fuerte aún sabiendo que no lo era.

—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre... —oía en silencio el monótono rezo que escuchaba y rezaba todos los domingos en la iglesia.

El pequeño funeral acabó y el gentío de familia y amigos se fue disipando. La gente se acercaba a mí y me daba abrazos y besos mientras me hablaban como si fuera un niño pequeño y estúpido que no entiende nada.

La gente se fue, y allí solo quedamos mi madre y yo.

Me acerqué a las lápidas, antes vacías y que ahora contenían dos cuerpos. Acaricié las nuevas letras de hierro de cada una, en las que se podían leer el nombre de mi padre y de mi hermana pequeña.

Max Johnson y Brooke Johnson.

Déjame hacerte feliz (ACABADA Y EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora