XVIII.

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Siempre pensé que la vida era maravillosa. Una especie de cama súper blandita con dosel de princesa color rosa. Los típicos pensamientos de una niña. Pero eso cambio cuando la abuela, la madre de mi padre, murió.

A partir de ahí todo fue una cadena de sucesos trágicos y desastrosos acabados en dolor.

La abuela Mary era la descripción gráfica de algo terriblemente dulce y sofisticado.

Venía a casa todos los domingos para pasar el día con nosotros y, por aquel entonces, mi padre era el hijo terriblemente dulce de Mary. De tal palo, tal astilla.

Ni cuando murió el abuelo sucedió aquella tormenta que arrasó con todo de la misma forma en que lo hizo la muerte de la abuela.

Ella solía ser alegre, e incluso cuando el abuelo se fue seguía siendo de la misma forma.

Pasaba por los pasillos caminando lentamente y, cuando se paraba, lo hacía enfrente del despacho del abuelo, el cual siempre tenía la puerta cerrada. Ella la abría, echaba un vistazo, suspiraba y luego volvía a cerrar la puerta del dolor hasta el día siguiente.

Siempre me preguntaba si ella seguía esperando ver al abuelito allí sentado.

Las cosas fueron decayendo y la abuela, sintiéndose vieja e inútil, dejó de luchar por la vida que tanto le había costado llevar. Hasta que simplemente murió.

Todo el mundo lo pasó mal, quiero decir... ¡era la abuela Mary! Era imposible no amar a esa mujer.

Pero había alguien, sobresaliendo, que puedo decir con exactitud que murió el mismo día en que lo hizo ella. Mi padre.

La abuela se fue, y mi padre lo hizo también. Aquel hombre dulce, simpático, cariñoso, buen padre y marido... Aquel hombre se esfumó y no volvió.

Se convirtió en un monstruo.

—Hija, ¿no vas a pasar? —me preguntó mi madre mientras tocaba mi hombro y me sacaba de mis pensamientos y recuerdos.

Levanté la mirada y vi en su cara que ni siquiera horas después había podido dejar de llorar.

—No, mamá —intenté que no sonara con la brutalidad con la que lo pensé.

Asintió, intentando entenderme, y volvió sobre sus pasos hacia la sala de aquel tanatorio triste donde se hallaba el cuerpo de un hombre sin alma y, ahora, sin vida.

Llevaba sentada en esa endemoniada silla horas, sin ver más allá del suelo, así que me permití observar el espacio alrededor.

Un tanatorio. Deprimente, frío, distante... Las personas van y vienen, algunos vestidos de negro por el dolor, otros vestidos de colores incluso sintiendo más dolor. Quién sabe, cada uno lleva la cruz que quiere. Muchos de ellos lloran, algunos ya no tienen fuerza. Pero, al fin y al cabo, un tanatorio. Posiblemente el sitio más triste del mundo.

Negué con la cabeza, solo yo sabiendo lo que por ella pasaba, y guardé mi cara entre mis manos.

Me mentiría a mi misma si dijera que esto no me afecta.

Mi padre ha muerto. Porque mi padre tenia un puto cáncer comiendole la vida. Y ni siquiera él lo sabía.

"Hola karma" canturreaba algo dentro de mí que quise callar de inmediato.

—Dios santo... —susurré frustrada, no sabiendo cómo sentirme; si debería llorar por el hombre que fue hace años o por el que murió siendo.

—No sé si Dios está aquí contigo ahora mismo, pero yo lo estoy —dijo alguien a mi lado, mientras cogía mi mano y la apretaba.

Sonreí mientras cerraba los ojos.

—Adam...

No me dejó hablar más, solo levantó mi cara e hizo que rodeara mis brazos a su alrededor, de la misma forma que él lo hizo conmigo.

—Estoy aquí —susurró en mi oído. Y aún en los momentos más inoportunos me hacía estremecer de esa forma—. Me ha llamado Amy, me ha dado los datos y la dirección. Me ha dicho que te diga que te llamará más tarde.

Asentí.

—Estoy bien —contesté segura.

Se alejó de mí para mirarme a la cara y me miró confundido y perplejo, quizá preguntándose por qué estaba tan entera.

—Vamos. Hay algo que tengo que contarte... —me levanté y le tendí la mano para que me siguiera.

Caminamos por los largos pasillos, observamos distintas salas, todas ellas con un aura de tristeza que emanaba y chocaba contra nuestras respiraciones. La tristeza se transmite por el aire, es algo que he aprendido.

Le conduje al jardín y me senté en un banco colocado bajo un gran árbol. Hacía mucho frío y el cielo parecía un gran manto gris echado por alguien que odiaba el color del sol.

—Va a llover dentro de poco... y eso si no nieva —avisó Adam mientras se dejaba caer a mi lado.

Le dí un asentimiento mientras dejaba caer mi cabeza en su hombro y me acurrucaba más cerca.

—Todo empezó cuando mi abuela murió... —empecé a contar, atrapada justo en el centro del gran nudo que se empezaba a formar en mi garganta.

Le conté todo lo que pasó, todo lo que él hizo con nosotras, todo lo que yo sentí...

Él no habló, solo me abrazaba cada vez más fuerte y me quitaba las lágrimas que no conseguía guardar aunque lo intentara.

—Así que no sé si soy una insensible, o una mala persona, pero no me afecta como debería. No digo que no me afecte, porque fue mi padre... —finalizaba dándole énfasis a ese "fue"—...pero no voy a pasar semanas llorando y tampoco voy a rezar por su alma, porque mi abuela se la llevó hace años.

Terminé de narrar y cerré mis ojos sintiéndome en paz.

—Eres la chica más fuerte y preciosa que el mundo ha creado —susurró Adam sujetando mi cara entre sus grandes manos calidas y fuertes—. Brooke, no quiero hacerte daño nunca... No me lo perdonaría jamás.

Me miró con los ojos llenos de alma y tristeza, como queriendo pedirme perdón por algo que yo no entendía.

Levanté mi rostro y nuestras miradas se conectaron como siempre, causando estragos en todo mi cuerpo. Acercó su mano y acarició mis labios, mis párpados, mi nariz, mi piel... hasta dejarla reposar en mi mejilla de nuevo.

—Estoy contigo aquí, ahora, mañana y todo el tiempo que tú me dejes quedarme a tu lado —dijo sobre mis labios, antes de besarme.

Empezó a llover justo cuando sus labios tocaron los míos, al mismo tiempo que sentía las lágrimas aún húmedas sobre mis mejillas y el corazón latiendo sobre mi pecho tan fuerte que dolía.

Déjame hacerte feliz (ACABADA Y EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora