Capítulo XVII - Bendito desequilibrio

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Independientemente de lo que estuviese pasando en mi cuerpo, el poco tiempo que estuve con Bayron lo invertí en él, ya fuere pensándolo o sintiéndolo.

Me olvidé de mí, de la persona que ha estado conmigo desde siempre, en las buenas, en las malas, en cada detalle y cada grandeza de mi vida. Debía reconquistar a el Nino que yo tanto debía amar.

¿Qué podría hacer un hombre para enamorarme sin tener que usar las herramientas tan detestables que había probado con mi ex? Mmm... Tantas cosas tan impensables.

Permanecer totalmente en silencio mientras apreciamos una gran vista, es una de ellas. Ya sabía por donde empezar. Darle a Nino una mañana disfrutando el frío que tanto sé que le gusta, el silencio que añora y la ciudad que lo vio nacer, haría que él volviera a fijarse en mí.

Así fue. Desde que entré a trabajar, visitaba por mi cuenta cada lugar turístico del centro. Disfrutaba de mi grata compañía, como quizá nunca lo había hecho y como quizá, mucho me faltó. Visité los museos que dijimos con Bayron, visitariamos. Pero finalmente, solo era yo, no tenía que actuar ni fingir, solo necesitaba de mí.

Domingo, 27 de junio. Mis ojos se abrieron con determinación y mi cuerpo le obedeció sin resistencia. Eran las cinco, tal vez un poco cerca de las seis de la mañana. No importó la carencia de ducha caliente o un desayuno enorme, era un reto personal, un reto que me probaría el amor propio por el que estaba luchando tanto.

Mi mamá decidió acompañarme, pero no era la idea. Era una cita con mi hombre ideal, no podía haber nadie más que él y yo. Finalmente, así fue.

El bus de la ruta 7, fue testigo del montón de sonrisas cómplices con la persona que más me debía importar.

Entendí el mensaje que me había dado Dios aquel primer día de trabajo en el que curiosamente cumpliría dos meses con Bayron de no haberle terminado. Le pedí al primero de éstos, darme un breve encuentro con el amor de mi vida, ¿y qué hizo ese ser? Me llevó a conocer facetas escondidas mías. ¡Qué astuto!

Subí el cerro de Monserrate en compañía de sus visitantes y su fe, puesto que decidí no recurrir a nadie cercano a mí para hacerlo.

Me moría por ver aquella enorme ciudad en la que he llorado y he reído, porque si esperaba a que alguien sacará tiempo para mí, el único tiempo que acabaría era el mío.

No todo es como se quiere, que más da, la neblina y la lluvia no me permitían ver más que mis pies y mis manos. Con suerte podía ver una que otra persona bajando o subiendo y apreciar el viaje de mi respiración a color blanco, como si estuviese fumando paz.

De la nada, aunque la vista sobre Bogotá era imposible, una catedral se divisó sobre mí. Lo había logrado y como si hubiese culminado una despiadada guerra y estuviese viendo por fin a mi familia, aprecié llegar a la cima de mi reto.

Solo y sin ninguna ayuda, llegué al deposito de esperanza y energía más importante de mi metrópolis, la guardiana de los bogotanos, la casa de donde sale el sol cada día sin que nadie le vea, mi Ágora en esos momentos de auto superación.

La fe, la curiosidad, la calma alimentaban mi alma como si fuese Jesús y la virgen María me amamantara con su néctar etéreo. Primera cosa que yo hacía, después de mucho, como un regalo para mi corazón. Decidiendo como conclusión, darme regalos de ese tipo más a seguido.

En la parte turística más apartada de la montaña, me senté en una cerca sobre la tierra empapada y con la inefable sensación del petricor en mi nariz. En mi cuaderno de dibujos, aquellos por los que Bayron dijo, yo no era un artista, escribí una carta para mi amado Nino.

Mi mente se debió llenar de neblina o tal vez mi corazón tuvo una magnífica epifanía. ¿Qué es la felicidad? ¿Es acaso estar siempre bien, estar siempre sonriente ante todo? No, la vida no es un comercial televisivo, cariño.

Ahí está, pienso yo, uno de los peores errores humanos. Buscamos felicidad, en vez de satisfacción. La lluvia helada, la neblina cegadora y el ambiente gris, con todo ello era inevitable no sentirse triste y apagado. Aún así, estaba inexplicablemente satisfecho, no por haber logrado enfrentar un reto y superarlo, pues aquella tristeza era necesaria.

Necesitaba seguir descubriendo las facetas en mi ser, ¿cómo podía faltarme por descubrir la del fracaso o la nostálgica? Me enamoré aún más de ese Nino, puesto que se dio cuenta que aunque la tristeza no hace parte de nuestros planes, nos pellizca el alma para recordarnos que sentimos, que estamos vivos.

¡Ese es el papel de la tristeza! Y yo evitándola por tanto tiempo, sin saber que es aquella emoción, la que nos intensifica la alegría, nos alimenta la ira y nos materializa el espíritu.

Empezaba a comprender el por qué Bayron apareció en mi vida. No fue ni el momento inoportuno ni el chico malo, de hecho, fue tan preciso, como para despertarme de un montón de largos lapsos de sueño voluntario a los que solo un demonio como él, podría prender fuego y despertarme.

~

«Bayron (en línea)

(...)

—Nino, yo haré lo que sea por estar contigo.

—¿Lanzarte desde el último piso de la Torre Colpatria?

—No, me refiero a cosas a mi alcance.»

Matarse estaba a su alcance, que bobo. Es más, yo mismo podía ir a acompañarlo, puras excusas. ¿Qué cosas tan odiosas estoy diciendo? Las que ese Nino empezaba a descubrir de si mismo, faceta tras faceta. Recuerda que ya no eres el Nino 2014.

Pelear con un profesor no estaba contemplado jamás en mis comportamientos. ¿Me estaba convirtiendo en el mismo descorazonado de Bayron? No, tan solo gané un poco más de aprecio por lo que soy y lo que hago, es todo, no dejaría que alguien volviera a menospreciar la belleza que producen mis manos o el wabi-sabi de mi sensibilidad.

Posiblemente, esa misma tarde al salir del colegio. Junto a Camile y su hermana, le pedí a la primera de estas darme la clave de su WiFi. A eso de las seis casi siete de la tarde, envié la última prueba de vida que Bayron recibiría de mí antes de la partida final.

«Bayron, si no contesto es porque he estado muy ocupado, se viene el ICFES y un montón de cosas. Si no te hablo o te dejo en visto no es por tomar una actitud harta contigo, es que en serio, no puedo.»

Sí, una prueba más de estarme contagiando de su manera de ser. Mentiras tan viles las que le dije en esa nota de audio. Escuché esa y todas las notas de audio. Las que me enamoraban y cegaban, las que condenaban a terminarle y con lágrimas en los ojos, eliminé una a una, dándome la oportunidad de escucharlas por última vez.

"Juntos los dos el resto de... Nuestras vidas", "si te digo que te quiero, te lo digo en serio", "quiero que eso lo decidas tú", frases que me gritaban que no lo hiciera. "Tú me gustas por lo que tienes entre pierna y pierna", "porque es negro se cree la gran cosa", "la muy perra allá tirando y yo..." ¡suficiente!

Me enamoré de sus flores y cuando la sequía llegó, me di cuenta que la verdadera belleza siempre faltó.

Al día siguiente, era estúpido haber eliminado las notas de audio que me agarraban a sentirlo si aún mantenía contacto con él. No quería que me volviera a buscar, ni en WhatsApp, ni ninguna red social y en general en ninguna parte.

—¡Ay, madre! Se perdió el celular— me dije mentalmente, mientras lo botaba al suelo —y cuando lo encontré la pantalla no encendía— concluí al patearlo con un intenso odio arraigado y cara de "yo no fui".

«Perfecto, no me podrá contactar» pensé mientras apreciaba el regalo, ahora inútil, que por mis buenas notas me habían dado mis padres. A los segundos, me di cuenta de los estúpido e impulsivo que fui, porque igualmente me lo podía cruzar cerca al colegio. Debía alejarlo a toda costa.

El Príncipe y el ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora