Una mala noticia

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Amanecí con los ojos bastante mugrosos e irritados por los constantes llantos, me cuesta abrir los párpados y siento un fuerte dolor de espalda pues apoyé mi cuerpo sobre un grumo que se formó en el colchón.

Al levantarme, siento una fuerte descarga recorrer mi espalda, como si me apuñalaran con una daga cargada con electricidad. Me arqueo y apoyo la mano para tratar de aliviar el dolor, entonces voy a lentos pasos hacia la cocina y veo un plato de sopa de pollo. Me acerco y compruebo que está lleno, no hay nadie en casa y sigue tibio como si lo hubieran hecho hace poco. Tomo asiento y comienzo a darle lentos sorbos, porque en realidad no tengo hambre pero resulta aliviador comer algo. Su sabor es bueno, nostálgico, nada exquisito pero muy agradable.

Lentamente, doy pequeñas cucharadas al plato hasta que veo que le queda poco contenido. Me aferro a aquel plato, presa del pánico de perder este momento de paz y tranquilidad.

Mis lágrimas se vierten en el plato y la sopa adopta un gusto tan salado que me veo obligado a echar las sobras a la basura. Hacer esto me produce un inmenso dolor, siento que estoy tirando algo más valioso que el oro, algo que no recuperaré jamás.

No he ido al trabajo por varios días seguidos pero ,por suerte, mi jefe ha decidido darme una semana de reposo, un gesto de hospitalidad bastante raro viniendo de él.

Me visto de manera muy desalineada, honestamente ignoro mi aspecto físico y prefiero usar cualquier cosa que me cubra de pies a cabeza.

Paso el día sentándome en un sillón, contemplando a través de una ventana, cambiándome a otro sillón para contemplar desde otra ventana y repito lo mismo todo el día hasta que cae la noche y mi prima regresa con su marido.

 No hablamos mucho, simplemente saludo y me encierro en mi habitación, reviso mis mensajes y compruebo que el funeral de mi amante es mañana. Es tan doloroso pensar y reflexionar sobre los acontecimientos que hacerlo me hace llorar de manera casi instintiva.

Sorprendentemente tanto de no hacer nada me ha agotado y tengo sueño, cosa bastante inusual en mí. Acomodo el grumo que me molestó toda la noche, me acuesto como puedo y al rato duermo plácidamente, como si la cobija fuera más bien algún manto que me llena de tranquilidad y amparo.

El despertador suena a las siete de la mañana, el entierro es temprano. Visto un traje que es absolutamente negro, tanto que difícilmente una prenda se distingue de la otra. Parto hacia el cementerio y llego allí tras una hora de largas carreteras que me veo obligado a tomar por el hecho de que el accidente ha dejado un cráter de cinco metros de profundidad por nueve de ancho en la vía principal.

Cuando por fin he llegado al cementerio, tomo un largo pasillo que se extiende hasta donde alcanza mi vista, cada puerta es un velorio, oigo susurros y llantos, veo familias abrazarse y a niños desconcertados porque aún no comprenden que es la muerte, no comprenden que cuando alguien muere desaparece para nunca más volver.

Tras pasar al menos siete habitaciones, llego a la que me corresponde, entro y saludo asintiendo con la cabeza a los presentes. El silencio me resulta abrumador, no hay muchas personas en el lugar, un hombre joven que viste uniforme militar y una pareja anciana que mira a la pequeña caja que, se supone, contiene los restos carbonizados de los huesos que alguna vez fueron de una mujer a la que amé.

El velorio dura unos treinta minutos y proceden a realizar el entierro. Acompaño a quienes resultan ser los padres y el hermano mayor de mi amante. Estos llevan las cenizas a un lugar un poco alejado del resto de las lápidas, donde se puede ver una que parece ser de otro de sus familiares.

Al ver más de cerca, noto que el epitafio de la lápida es del otro hermano mayor, quien murió hace dos años. Ella me habló muy poco de él, dijo que estuvo en la marina por varios años pero que su hipocresía y sus excesos lo llevaron a un cruento destino.

El entierro suma una hora más entre la misa que un padre lleva a cabo. Nadie tiene unas últimas palabras que decir, toman los restos y los entierran en una lápida al lado de la de su hermano.

Es una escena conmovedora pero sobre todo nefasta. Los padres y el hermano se marchan tras una leve conversa y me quedo a solas. Tomo de mi bolsillo una rosa blanca y la coloco justo sobre el epitafio, beso la lápida como si se tratara de una despedida y me voy del lugar rápidamente.

Al llegar a casa sigo abatido por los hechos pero siento que me he quitado un peso de encima al verla una última vez.

En un determinado momento del día, el timbre de la casa suena y acudo a la puerta para ver de quién se trata. Puedo visualizar por una ventana a un hombre mediano que lleva una caja consigo. Abro para recibirlo, este pregunta por mi identidad y le afirmo quién soy, entonces me entrega la caja y sube a su camión para marcharse rápidamente.

Al llegar a la sala, coloco el paquete en la mesa, tomo una navaja y lo abro cuidadosamente. Al abrirlo encuentro dentro una caja de cartuchos para un revólver Magnum .352 junto con un arma de gran tamaño. Gracias a la influencia de mi padre y mi abuelo, tengo conocimientos sobre el uso de armas pero incluso esta me resulta sorprendente por su peso.

Verifico minuciosamente en busca de defectos que pueda tener y, al no encontrar nada sospechoso, la cargo y guardo junto al paquete en una gaveta de mi habitación.

Esto podría considerarse como algo bueno paramí, pues no he sido estafado por las compras en internet, pero para quienesconocen mi actual estado, esta les resultará siendo una muy mala noticia...    

La Culpa es del EspañolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora