Salí a la calle una noche de verano, aterrorizada por los ruidos tan fuertes que provenían de la parte más alta de la ciudad.
Los gritos de la gente me estresaban, especialmente el chillido de los niños pequeños y sus palmas chocar sin parar. Yo corría en dirección contraria a la multitud, con un miedo que me recorría todo el cuerpo en forma de escalofríos.
Cegada por las brillantes luces, era incapaz de prestarle atención a mi camino, por lo que terminé chocándome con alguien. Abrí los ojos y me encontré con una cara conocida; esa persona estiró su mano hacia el cielo y me señaló los fuegos artificiales.
Me di cuenta, pues, de que no debía de tenerles miedo, pues eran magníficos. Y el resto de la noche de verano, disfruté de la fiesta.
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