CAPÍTULO VI

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Tom Bertram se fue... y Mary Crawford se dispuso a encontrar un gran vacío en su círculo de amistades y a echarlo decididamente en falta en las reuniones, ahora casi diarias, de las dos familias; y en la comida a que asistió en Mansfield Park, poco después de su partida, volvió a ocupar su puesto preferido casi a un extremo de la mesa, plenamente convencida de que notaría la más lamentable diferencia en el cambio de anfitrión. Estaba segura de que la cosa resultaría muy aburrida. Comparado con su hermano, Ed­mund no tendría nada que decir. Se repartiría la sopa en medio del silencio más insípido, se bebería el vino sin que surgieran sonrisas ni gratos comenta­rios, y se trincharía el venado sin que se escuchase una divertida anécdota sobre tal o cual pierna servida en una pasada ocasión, o una simple y amena historia sobre «mi amigo fulano». Intentaría hallar distracción ocupándose de lo que pudiera ocurrir en el otro extremo de la mesa y observando a Mr. Rushworth, que aparecía por primera vez en Mansfield después de la llegada de los Crawford. Había estado en casa de un amigo, en un condado vecino; y, como este amigo había proyectado recientemente unas mejoras en sus terrenos, Mr. Rushworth volvía de allí con la cabeza llena de todas esas cosas y con una gran impaciencia por aplicarlas de igual modo a su propia hacien­da. Y, aunque poco dijo sobre este tema, no supo hablar de otra cosa. El asunto se comentó ya en el salón y, luego, se sacó a relucir de nuevo en el comedor. El interés y la opinión de María Bertram era, evidentemente, lo que más le importaba; y aunque la actitud de ella era más demostrativa de una consciente superioridad que de una predisposición a complacerle, la sola mención de Southerton Court, con las ideas que este nombre suscitaba en ella, le proporcionaba una sensación muy grata que le impedía mostrarse en exceso despectiva.

––Me gustaría que vieses Compton ––decía él––. ¡Es la cosa más perfectamente acabada que puedas imaginarte! En ningún sitio he visto un cambio tan radical. Le dije a Smith que no sabía dónde me encontraba. El acceso es, ahora, una de las cosas más bellas del país: la casa ha cobrado una perspectiva sorprendente. Confieso que cuando regresé ayer a Sotherton me pareció una cárcel... una lúgubre y vieja cárcel.

––¡Oh, deberia avergonzarse de lo que dice! ––exclamó la señora Norris––. ¡Una cárcel! Sotherton es el lugar más hermoso que pueda haber en el mundo.

––Requiere mejoras, señora mía, ante todo. Jamás vi un lugar que estuviera tan necesitado de mejoras. Y está tan abandonado que no sé qué partido podrá sacarse de él.

––No le extrañe que Rushworth hable ahora así ––dijo la señora Grant a la viuda Norris, con una sonrisa––; esté usted segura: en Sotherton se harán todas las mejoras que sean precisas en el momento en que pueda desearlo su corazón.

––Intentaré hacer algo ––dijo Mr. Rushworth––, aunque no sé cómo. Confio en que algún buen amigo me ayudará.

––Tu mejor amigo para el caso ––sugirió María Bertram, hablando con calma–– seria Mr. Repton, me parece a mí.

––Es lo que estaba pensando. Puesto que lo ha hecho tan bien en el caso de Smith, creo que lo mejor hubiera sido contratarlo inmediatamente. Sus honorarios son de cinco guineas diarias.

––¡Bueno, y aunque fueran diez! ––exclamó la señora Norris––. Estoy segura de que usted no precisa mirar esto. El gasto no habría de ser obstáculo. Si yo estuviera en su lugar, no pensaría en el presupuesto. Me gustaría que se hiciera, dándole a todo el mejor estilo y todo el relieve posible. Un lugar como Sotherton Court merece cuanto el buen gusto y las posibilidades económicas puedan hacer. Usted dispone allí de buen espacio del que sacar partido y de buenas tierras que sobradamente le recompensarán. Lo que es yo, si poseyera algo así como la quinta parte de la extensión de Sotherton, siempre estaría plantando y mejorando, pues es algo que me gusta en extre­mo, por inclinación natural. Seria ridículo que lo intentase donde estoy ahora, con sólo medio acre de terreno. Resultaría bufo. Pero, si dispusiera de más espacio, con verdadera delicia me dedicaria a plantar y cultivar. Mucho fue lo que hicimos en este aspecto en la rectoría: la convertimos en algo totalmente distinto de lo que era cuando nos posesionamos de ella. Vosotros, los jóvenes, quizá no lo recordéis muy bien; pero si nuestro querido sir Thomas estuviera aquí podría contaros las mejoras que se llevaron a cabo. Y mucho más se hubiera hecho, de no haberlo impedido el delicado estado de salud de mi pobre esposo. Apenas si podía salir, el pobre, para gozar de esas cosas, y esto me desanimaba para hacer otras muchas, de las que sir Thomas y yo solíamos hablar. De no haber sido por eso, hubiéramos termi­nado el muro del jardín y plantado los árboles para cercar el cementerio de la parroquia, tal como ha hecho el doctor Grant. Siempre hacíamos algo, a pesar de todo. No fue más allá de la primavera anterior del año en que murió mi esposo cuando plantamos el albaricoquero junto a la pared de la cuadra, que es ahora un árbol magnífico... y que va ganando día a día ––añadió, dirigiéndose al doctor Grant.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora