CAPÍTULO VII

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––Bueno, Fanny, ¿qué te parece ahora Mary Crawford? ––dijo Edmund al día siguiente, después de haber estado pensando él en lo mismo durante algún tiempo––. ¿Te pareció bien, ayer?

––Muy bien... mucho. Me gusta oírla hablar. Me entretiene su conversa­ción; y es tan sumamente linda que me causa un gran placer mirarla.

––Es su fisonomía lo que resulta tan atractivo. Tiene un juego de facciones maravillosamente expresivo. Pero en su conversación, ¿no te chocó algo que no estaba bien, Fanny?

––¡Oh, sí! No debió hablar de su tío como lo hizo. Me sorprendió mucho. Un tío con el que ha vivido tantos años y que, cualesquiera sean sus defectos, quiere tanto a su hermano y lo considera, según ellos dicen, como un hijo... ¡Nunca lo hubiera creído!

––Ya supuse que te causaría mal efecto. Estuvo muy mal..., muy irres­petuosa.

––Y me pareció muy poco agradecida.

––Decir que es desagradecida tal vez sería demasiado. Yo no sé que su tío tenga derecho alguno a su gratitud; pero su esposa lo tenía, desde luego; y es su fervoroso respeto a la memoria de su tía lo que despista a Mary en este punto. Su ánimo se halla torpemente influenciado. Con la vehemencia de sus sentimientos y un espíritu tan arrebatado, tiene que serle difícil hacer patente su afecto por la difunta señora Crawford, sin echar una sombra sobre el almirante. No pretendo saber cuál de los dos llevaba más parte de culpa en sus desavenencias, aunque la actual conducta del almirante pueda inclinar­le a uno a favor de la esposa; pero resulta natural y simpático que Mary quiera eximir de toda censura a su tía. Yo no condeno su criterio, pero lo que sí está mal es que lo exponga públicamente.

––¿No te parece ––observó Fanny, después de una breve reflexión–– que la responsabilidad de esta falta recae precisamente sobre su tía, puesto que ella se encargó por completo de su educación? No pudo inculcarle unas ideas justas en cuanto a lo que debía al almirante.

––Es muy acertada la observación. Sí, hemos de suponer que los defectos de la sobrina fueron los de la tía; y esto hace que uno lamente con más motivo las desventajas de su anterior situación, pero creo que su actual hogar habrá de hacerle mucho bien. El carácter de la señora Grant es ideal para el caso. Y cuando habla de su hermano lo hace en unos términos afectuosos y muy gratos.

––Sí, excepto en lo tocante a las cartas tan breves que suele escribirle. Casi me hizo reír; pero yo no podría tasar muy alto el cariño o la bondad de un hermano que no se toma la molestia de escribir a su hermana algo que valga la pena de ser leído, cuando están separados. Estoy segura de que William nunca me hubiera tratado así, en ningún caso. ¿Y qué derecho tiene a suponer que tú no escribirías cartas largas si estuvieras ausente?

––El derecho que le da su espíritu vivaz, Fanny, que aprovecha todo cuanto pueda contribuir a su diversión o a la de los otros; es algo perfectamente disculpable, siempre que no aparezca matizado con un tinte de mal humor o aspereza, y de esto no hay ni sombra en la expresión o en la actitud de Mary: nada agrio, ni chillón, ni grosero. Es perfectamente femenina, excepto en el aspecto a que nos hemos referido. Ahí no se la puede justificar. Me alegra que lo notases lo mismo que yo.

Puesto que él había formado su espíritu, al tiempo que se había ganado sus efectos, no era de extrañar la coincidencia de sus respectivas apreciaciones; aunque, por aquel entonces y sobre el mismo punto, comenzaba a perfilarse un peligro de disparidad, pues él admiraba ya a Mary Crawford de un modo que acaso pudiera llevarle adonde Fanny no podría seguirle. Los atractivos de Mary no disminuían. Llegó el arpa, que vino a añadir no poco a su aureola de belleza, ingenio y buen humor; pues se prestaba a tocar con la mayor complacencia en cuanto se lo pedían, lo hacía con una expresión y un gusto muy peculiares en ella, y siempre tenía algo acertado que decir al final de cada pieza. Edmund acudía a diario a la rectoría para deleitarse con su instrumento favorito. La primera mañana logró que se le invitara para la del día siguiente, pues a la damisela no podía desagradarle tener un oyente, y así un día y otro, quedando la cosa establecida como una costumbre normal.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora